lunes, 20 de febrero de 2012

Una suerte de folklore imaginario

Considerando los gustos de muchos de los talibanes que leen este blog, puede que la inclusión de una nota sobre Pat Metheny suene extemporánea y, seguramente, más de uno querrá que se considere la ex comunión del Administrador por pedirle a Diego Fischerman la debida autorización para publicar el siguiente artículo. El Administrador dice "chiva, chiva" y se la banca.

La construcción (de a dos) de un garage (norte)americano

Uno de ellos era, de niño, una especie de genio construyendo complicadísimas estructuras con el Lego. Retraído, pálido, aficionado al ajedrez, descollante en matemática e hijo de un guitarrista aficionado y de una pianista de iglesia, Lyle Mays terminó estudiando música en la Universidad de Texas del Norte e ingresando, como pianista, en la banda de Woody Herman. Pero su vida real no comenzó hasta que no conoció al otro, un guitarrista virtuoso al que el vibrafonista Gary Burton –profesor suyo en Berklee– había integrado en su grupo. Algo los unía. Ambos estaban en Nueva York y los dos habían nacido lejos de esa ciudad. Pat Metheny, el guitarrista, era de Missouri, y Mays venía de Wausaukee, Wisconsin. El dato no sería menor. Entre ambos edificiarían una nueva clase música popular instrumental, que integraría por primera vez las estrategias de improvisación y las técnicas instrumentales del jazz con elementos de las músicas rurales norteamericanas.

El caso de Mays y Metheny parece digno del Más que humano de Theodore Sturgeon. Por empezar, pocos músicos con el reconocimiento de Mays tienen una carrera tan breve –inexistente, podría decirse– por fuera del grupo con Metheny. Apenas unos pocos discos solistas y alguna grabación como ladero del bajista  Eberhard Weber y de Paul McCandless, el oboista fundador de Oregon. El guitarrista es mucho más mundano. Ha tocado junto a Ornette Coleman, Jim Hall, Herbie Hancock, Charlie Haden, Roy Haynes y Dewey Redman, entre otros próceres del género. Su primer trío contaba con Jaco Pastorius como bajista, fue parte del grupo de Joni Mitchell y grabó con Milton Nascimento. Toca en trío,  con Larry Grenadier en contrabajo y Billy Stewart en batería, y en dúo y cuarteto con el pianista Brad Mehldau. Steve Reich escribió para él y Luciano Berio, en una inusual mirada sobre el jazz y alrededores, lo señaló, a mediados de los ochenta, como “el músico más importante del momento”. Sin embargo en todas esas facetas cultiva estilos totalmente diferenciados del que caracteriza al grupo. El y Mays han encontrado allí, en todo caso, un terreno que les pertenece sólo a ellos y al que sólo ellos pertenecen.

Como cae Wichita, así caen las cataratas de Wichita (en inglés, “caen” y “cataratas” son la misma palabra). Es un dicho popular. Y es, también, el título del único disco en el que Lyle Mays y Pat Metheny aparecen sin el resto del grupo (sólo se une a ellos el percusionista Naná Vasconcelos). Antes habían estado un disco llamado, simplemente, Pat Metheny Group, Watercolors, donde se empezaba a delinear el campo estilístico del grupo, y, en 1980, el disco que crisparía al mundo del jazz –la revista Down Beat publicó cartas de lectores, en contra y en encendida defensa, durante casi un año a partir de su edición–, el americanísimo American Garage. Mays y Metheny se aventuraban en una música que partía del jazz pero que jugaba con mucho del moderno folklore norteamericano, incluyendo la música siempre un poco anónima de las radios FM y el jazz impersonal que la televisión y cierto cine industrial suelen usar como ambientación estandarizada. Los materiales incluían un cúmulo de fuentes poco prestigiosas para el aristocrático jazz neoyorquino. Eventualmente, en ese garage americano cabían todas las músicas reales del imaginario estadounidense y no sólo las aprobadas por la academia (una academia distinta de la clásica pero academia al fin).

El proyecto Mays-Metheny es el de una suerte de folklore imaginario, en el que también tiene un papel preponderante América Latina –Brasil, desde ya, pero también las polimetrías 3/4-6/8, que caracterizan muchas de las músicas tradicionales desde México hasta Chile y Argentina–. Con discos brillantes y otros francamente menores y hasta intrascendentes, el grupo logró, con su última producción, una explicitación fenomenal de su apuesta estética. Una escucha poco atenta podría hacer pensar que se trata de más de lo mismo, lo que, de todas maneras, no estaría tan mal. Pero The Way Up, y su secuela en vivo, en formato DVD (registrado en Seúl en 2005), es una de las obras más originales, sorprendentes, imaginativas, ambiciosas y llenas de matices, además de una de las mejor producidas y grabadas de los últimos tiempos. Los ingredientes son los que Metheny y Mays supieron encontrar hace ya dos décadas. Pero la receta, aunque basada en ciertos procedimientos ya presentes en Secret Story, por ejemplo, es absolutamente novedosa en su nivel de eficacia y perfección. Como siempre, hay virtuosismo y un ajuste descomunal. Como siempre, la música transcurre con fluidez; todo parece natural y fácil –y se escucha con naturalidad y facilidad–. No hay nada rimbombante y pretencioso. No hay envaramiento. Y, no obstante, la profundidad musical, el nivel de detalle en los arreglos, el tratamiento espacial del sonido, el cuidado por los aspectos tímbricos y la diversidad de planos rítmicos son asombrosos. Como siempre, pero más que nunca, podría decirse que esta es la música más fácil de escuchar y difícil de componer que existe en el campo de las tradiciones populares.

La obra, editada por Nonesuch, está estructurada en tres partes, The Way Up es una especie de sinfonía cuyos materiales predominantes provienen de la tradición popular, en un mosaico que abarca desde el country hasta Ornette Coleman y desde Jim Hall a Milton Nascimento, pero en donde también pueden rastrearse el populismo modernista de Aaron Copland y el minimalismo cargado de expresividad teatral –y de pericia técnica en la escritura– de John Adams. El grupo es el mismo del disco anterior, Speaking of Now: Metheny en guitarra, Mays en teclados –y dando especial preeminencia al piano–, Steve Rodby (otro viejo compañero, arribado en Offramp, de 1981), en contrabajo, bajo eléctrico y cello, el trompetista y cantante Cuong Vu, el baterista Antonio Sánchez y el percusionista y cantante Richard Bona, a los que se agregan Gregoire Maret en armónica y David Samuels en percusión. La visión del DVD en vivo permite, por añadidura, comprobar que muchos timbres que parecen producidos por sintetizadores son en realidad, el resultado de superposiciones de trompeta y armónica o de guitarra y sansa, esa especie de pequeño metalofón centroafricano que, en este caso, se hace cargo del tema pricipal del primer movimiento que luego, como una sombra, atravesará el resto de la composición.

Que el presidente de Nonesuch, Bob Hurwitz, haya estado, en los setenta, en ECM junto a Manfred Eicher, y haya sido uno de los promotores del ya legendario primer disco solista de Metheny, Bright Size Life (un trío con Pastorius en bajo y Bob Moses en batería), explica parte de lo que fácilmente podría identificarse con un círculo que se cierra, o, para tomar el nombre de aquel disco en el que tocaba el argentino Pedro Aznar, con un primer círculo que ahora se completa. Pero más importante es la idea que puede percibirse detrás de la política de Hurwitz. Nonesuch fue convirtiéndose en el abanderado más importante de lo que hoy se denomina americana. Metheny ahora comparte el catálogo con John Adams, Laurie Anderson, el bellísimo álbum donde K. D. Lang homenajea la canción canadiense (Leonard Cohen, Neil Young y Joni Mitchell), Bill Frisell, el Smile de Brian Wilson y los últimos tres discos del grupo Wilco. Allí también se está reeditando toda la antigua producción de Metheny para Geffen, en algunos casos (Song X, con Ornette Coleman, y Secret Story) con importantes ampliaciones. Y en esa conjunción es posible leer con claridad una hipótesis acerca de la música norteamericana. Al fin y al cabo, Metheny fue el guitarrista que incorporó al jazz, entre otras cosas, la manera de rasguear del country y en ese gesto se concentra toda una teoría estética. El camino de Metheny es tan complejo y múltiple como su propia música. Si por un lado ha derribado varias de las fronteras edificadas entre el jazz y otros géneros, por el otro es el músico de su generación más respetado por sus maestros y predecesores y, tal vez, si se tienen en cuenta los proyectos en los que ha incluido a muchos de ellos, quien más los respeta. Es, también, uno de los que más ha tocado con contemporáneos, empezando por sus colegas guitarristas –Scofield, Frisell– y llegando a la última nueva estrella del piano, el intelectual Brad Mehldau. Las situación de Mays, nuevamente, es llamativa. Nadie duda de que se trata de un notable pianista de jazz, un excelente arreglador y un compositor de mérito. Y sin embargo, no toca casi con nadie. Allí está, esperando como espera la noche un vampiro, las resurrecciones del Pat Metheny Group. En ese grupo él vuelve a la vida y, desde ya, sin él, es el grupo el que no vive.

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