lunes, 4 de abril de 2016

Fred Hersch, Michael Formanek Ensemble Kolossus y The Cookers en Nueva York

–¿Vos viste que le dije a Eduardito que no se demorase? –preguntó retóricamente Guille Hernández con voz indignada–. Y encima se queda en Nueva York yendo a conciertos que no autoricé.
A pesar de que Hernández levantaba la voz, como se hace en los reñideros de Tres Algarrobos, nadie le prestó atención. En el bar de la galería del Teatro Apolo se dirimían cuestiones mucho más importantes, como el súbito ataque de diarrea del equipo de River (que, para más datos, perdió ostensiblemente ante el difícil Patronato) o el glorioso triunfo de Boca (que, sin exagerar, apabulló a los gallardos muchachos del Atlético Rafaela).
Mientras tanto, ajeno a todas estas cuestiones, Eduardo de Simone seguía buscando incansablemente  el encargo de Hernández, al tiempo que envíaba su crónica a este blog, y en algún lugar del planeta caía la nieve.

Manhattan no es ciudad para niños

Finalmente encontramos un McDonald´s "de verdad", y no camuflado, y fuimos en busca del juguete de la Cajita Feliz encargado obsesivamente por Hernández.
–No tenemos Cajita Feliz –recita un empleado.
–¿Pero cómo no van a tener una Cajita Feliz?
–¿Usted ve a alguien feliz por aquí?

Agobiado, decidí buscar directamente el juguete fuera del consabido McDonald’s. Es decir, ir derecho a las fuentes: una juguetería. Nuevamente, problemas. FAO Schwartz, la juguetería más famosa de Manhattan, cerró hace más de dos años. ¿Y Toys’r Us? ¡También cerró! El megalocal que tenía en Times Square bajó la persiana hace algunos meses. Desesperado, pregunté a un guía si quedaba un local de Toys´r Us en la isla. Me remitió a un mall de la 34 y 6ª. Mandé como avanzada a mi hija de 11, que volvió decepcionada. "Es un negocio para bebés, y hasta para los bebés es malísimo". En fin, Manhattan no es ciudad para niños.

Fuimos entonces a las cosas de grandes. O a grandes cosas, en verdad. Porque eso es lo que fue el concierto del trío de Fred Hersch en el Village Vanguard. Lo acompañaron esta vez John Hébert en bajo y Eric McPherson en batería. Alternó standards con temas propios de varios de sus discos. Y entregó un generoso set de piano solo que fue absolutamente conmovedor. Pasa algo extraño con la música que hace Hersch, especialmente en su versión solista. Uno queda en un trance tan profundo que ni siquiera es posible pensar: "Qué buena música estoy escuchando". Tiene que transcurrir un buen rato para poder reflexionar sobre el momento. Y al reflexionar, es posible concluir que Hersch debe estar hoy entre los músicos absolutamente imprescindibles en el jazz, que no puede ser pasado por alto al listar a los diez músicos más relevantes de la escena actual.

Y si se habla de la escena actual la siguiente escala de esta peregrinación puede considerarse un hito. Sucedió en el Jazz Standard, un local bien atildado de la calle 27 y Park Avenue. Sitio prolijo, bien dispuesto y con aceptable visión del escenario desde las distintas mesas. Allí tuvo lugar un concierto extraordinario, a cargo de la big band que armó Michael Formanek, llamada Ensemble Kolossus. Es una orquesta de músicos excepcionales, casi todos líderes y grandes nombres de la escena neoyorquina con la cual Formanek grabó el disco The Distance, editado por estos días en el sello ECM. El ensamble estuvo dirigido por Mark Helias y los nombres de los solistas apabullan: Loren Stillman, Chris Speed, Tim Berne, Oscar Noriega y Brian Settles en saxos; Dave Ballou, Ralph Alessi, Kirk Knuffle y Shane Endsley en trompetas; Alan Ferber, Ben Gerstein, Jacob Garchik y Jeff Nelson en trombones; Patricia Brennan en marimba, Mary Halvorson en guitarra, Kris Davis en piano y Tomas Fujiwara en batería, además de Formanek en contrabajo. El ensamble suena aún mejor en vivo que en disco, y la música, escrita por Formanek, es una aventura que incluye formas de libre improvisación, mucho swing, blues y experimentación constante. Referenciada de algún modo en la tradición ellingtoniana, la música del Ensemble avanza hacia formas sonoras modernas y apabullantes, con picos altos en los solos de Dave Ballou, Tim Berne y Kris Davis. En una hora y cuarto hay escasa chance para el lucimiento de los 18 miembros del grupo. Hubo que elegir y si algo habría que lamentar es que la gran Mary Halvorson no tuvo un momento propio. Seguramente se trata de la obra cumbre de Formanek por la innovación, la dinámica de la orquesta y el camino que abre en el jazz.

La última parada de este recorrido tampoco tuvo desperdicio. Conocido para muchos, The Cookers también es una suerte de supergrupo, que en los últimos años ha grabado y girado por el mundo con gran esfuerzo para sus integrantes, que no son precisamente veinteañeros. Lo integran el gran Billy Harper en saxo tenor, Eddie Henderson y David Weiss en trompeta, Donald Harrison en saxo alto, George Cables en piano, Cecil McBee en contrabajo y Billy Hart en batería. Es la formación básica, aunque en las giras y presentaciones suele haber alteraciones de ocasión. Meses atrás lo ví en otra ciudad y Danny Grisett había reemplazado a Cables en piano. En esta ocasión no estuvo Donald Harrison. La posta la tomó un saxofonista mucho más joven que el resto cuyo nombre no retuve y no desentonó. La cohesión que adquirieron es fantástica. 

Billy Harper tiene un sonido profundo y de matiz casi espiritual, en espejo con la raíz de su música. Le aporta una gran cuota de liderazgo al grupo. Todos los temas son propios y muchos de ellos fueron estrenados en este show, que sirvió de precalentamiento para un nuevo disco que grabarán en breve en el sello Smoke Sessions. Más allá de la presentación del grupo, que fue impecable, hay que decir que el local, ubicado en Broadway y la 105, en el Upper West, no es de lo mejor para escuchar jazz. Muy chico, con una barra grande y ruidosa cerca del escenario, mozos caminando por delante del público todo el tiempo y con la puerta del baño inmediatamente al lado de la brevísima tarima donde se acomodan los músicos. Pero cuando hay pasión todo se puede. Y si no, que lo diga el propio Harper, que terminado el show pasada la medianoche se perdió solo en la boca del subte en la fría noche neoyorquina, para tomar el mismo tren con el que yo me volvía con la cabeza llena de música.


John McLaughlin en el Gran Rex, por Diego Fischerman

En Página 12 de hoy, Diego Fischerman ofrece su lectura del show que John McLaughlin ofreció en el teatro Gran Rex el viernes 1 de abril pasado

La esencia de un guitarrista fiel a sí mismo

Podría parafrasearse aquel viejo aforismo de Gertrude Stein referido a las rosas: McLaughlin es McLaughlin es McLaughlin. Posiblemente se trate del fundador de la guitarra eléctrica moderna en el jazz. Su estilo quedó rápidamente diseñado y cristalizado a comienzos de la década de 1970. Sus divisiones rítmicas basadas en modelos de la música india (talas) y su aplicación a un estilo explosivo, donde la velocidad, lejos del mero exhibicionismo, tiene que ver con un concepto musical que resulta, además, indivisible de su propia identidad, están presentes desde sus primeras grabaciones solistas en los Estados Unidos (su período inglés muestra una estética algo diferente, más ligada a la tradición de guitarristas como Tal Farlow o Jimmy Rainey). Y ahora, con un grupo de instrumentistas muy jóvenes, el músico de 74 años muestra exactamente aquello que constituye su esencia desde siempre. No hay nada allí que no pertenezca a McLaughlin. Y nada hay de McLaughlin que no esté allí.

Sin sorpresas, podría sintetizarse, pero sin decepciones. The 4th Dimension, con algo de Shakti en sus “talas” vocales y mucho de la Mahavishnu, en la puesta en escena del virtuosismo como una de las bellas artes, es el continente ideal para su fraseo pulcro, perfeccionista y poderoso. El timbre de su guitarra –como el de Clapton, Jeff Beck o Jimi Hendrix– sigue siendo, eventualmente, uno de los bienes de la humanidad. Ya su primera nota, en “Guitar Love” –un tema incluido en Now Here This, el segundo de los cuatro discos de la banda, publicado en 2012–, condensaba ese universo capaz, como las estrellas muy viejas, de contenerse a sí mismo en el espacio –o en el tiempo– de unos pocos segundos. Su sonido actual, de muy alto octanaje, recorre, en todo caso, los bordes más cercanos al metal de su enciclopedia. Las generosas dos horas y media de la presentación, recorriendo gran parte del repertorio del grupo y algunos clásicos como “The Creator has a Master Pan”, esa especie de variación naïf de “A Love Supreme” de Coltrane con la que Pharoah Sanders abría su álbum Karma, de 1969, resultaron tan excesivas para quienes buscaban novedades –y es que, en efecto, los mecanismos formales y de desarrollo son muy similares en todos los temas– como escasas para sus admiradores, que ovacionaron al antiguo guitarrista de Miles Davis como un verdadero héroe pop.


Si en McLaughlin el dominio de su instrumento está lejos de ser una cuestión menor, no lo es menos en sus compañeros de equipo. El indio Rajit Barot, con una técnica heterodoxa, toca con un impulso fenomenal y es capaz de las subdivisiones rítmicas más sorprendentes. Gary Husband, un tecladista notable, se destacó también en sus dos intervenciones en la batería y el bajista Etienne Mbappe, con un uso experto del slapping, fue del funk al lirismo y de allí a la vorágine con fluidez y solvencia. Pero es en el ensamble colectivo de esas virtudes donde el cuarteto, que ya lleva nueve años de actividad –e imbatible conocimiento mutuo– se destaca entre otros, excediendo con el mero tributo a un estilo del pasado. El duelo percusivo entre Husband y Barot, sobre un ostinato irregular, en “Echoes fron Them” y el bello “Little Miss Valley” (un “casi” blues que McLaughlin había grabado en su disco en vivo en Tokio, con Joey De Francesco en órgano y Dennis Chambers en batería) destacaron en una noche con mucho de reencuentro –habían pasado 22 años desde la visita anterior de McLaughlin con un grupo propio y 20 desde su actuación con Paco De Lucía y Al Di Meola– y de confirmación de antiguos –e imperecederos– amores.

domingo, 3 de abril de 2016

Leandro "Gato" Barbieri (1932-2016)


Diego Fischerman publicó en Página 12 del día de hoy la siguiente semblanza de Gato Barbieri.

Todas las vidas de un cazador

El jazz es, por naturaleza, nocturno. Sucede de noche pero, además, el solo tiene algo del acecho de los cazadores que andan en las sombras, del arranque veloz y del freno repentino; del engaño; de lo que parece que irá en una dirección y, no obstante, dispara en otra. Es posible que fuera por eso que a Leandro Barbieri, que murió ayer en Nueva York a los 83 años como consecuencia de una neumonía, lo llamaban “gato”. O por su andar en las oscuridades de las calles porteñas a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, con el saxo colgado de un hombro.

Eran los años de la autodenominada Revolución Libertadora, de azules y colorados pero, también, de enfrentamientos más secretos; menos notorios. El Bop Club albergaba a los modernos; el Hot Club a los otros, a los que pensaban que con Dizzy Gillespie y Charlie Parker se había acabado el jazz. Unos tildaban a sus adversarios de ser tan primitivos como las músicas que reivindicaban y aquellos combatían a los primeros por intelectuales y fríos. En los “tradicionales” no había complejidad ni elaboración y, a veces, ni siquiera la técnica adecuada para tocar sus instrumentos, decían los modernos que, a su vez, eran anatemizados por “tocar sin alegría”. Leandro “Gato” Barbieri, llegado de Rosario, donde había estudiado clarinete de chico, tocaba, siendo un adolescente, con la orquesta de Lalo Schifrin, que después se iría con el grupo de Gillespie y, más tarde, ganaría fortunas con el tema musical de la serie televisiva Misión imposible. Era uno de los modernos. El clarinete había cedido su lugar al saxo alto cuando en 1946, a los 12 años, escuchó a Charlie Parker en “Now’s the Time”. Y el saxo alto fue reemplazado por el tenor cuando escuchó a Coltrane. En ese entonces, iba a Uruguay a conseguir discos. En Buenos Aires, contaba, no había ni discos ni instrumentos.

El Gato se movía de noche y construía el sonido de una ciudad cosmopolita y moderna que se superponía a otras ciudades anteriores, sin reemplazarlas. Buenos Aires aparecía en ese nuevo jazz, que se filtraba en las músicas en vivo de los canales de televisión, y en el nuevo cine que tenía a Manuel Antín, Leonardo Favio y Leopoldo Torre Nilsson como figuras destacadas. Y el saxo de Barbieri, tocando la música que había compuesto su hermano, el trompetista Rubén, era el sonido de El perseguidor, la película que el también compositor Osías Wilenski dirigió en 1962 a partir del cuento de Cortázar y con Sergio Renán como protagonista. Buenos Aires era el octeto que Piazzolla había fundado en 1955 y el quinteto que creó en 1960 y que interesó, sobre todo, al público y a los músicos de jazz, era la profunda revisión del arte y la historia provocado por el grupo Contorno, era la literatura que asomaba con los cuentos de Cortázar pero, también, era las revistas musicales de la calle Corrientes, las “comedias nacionales” donde el cine no se cansaba de mostrar a las familias argentinas siempre con un sacerdote, algún estanciero y un militar entre sus miembros; era la orquesta de De Angelis o la de D’Arienzo, con su brulote “Che existencialista”, un tango que ridiculizaba, precisamente, los nuevos aires que sacudían la ciudad. El Gato se movía de noche y, tal vez sin saberlo, su nombre ya prefiguraba otros destinos. A lo largo de una carrera tan extensa como imprevisible (gatuna, es claro) nadie tendría, como él, tantas vidas y tan distintas.

“Los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz y los músicos latinos no me consideran un músico latino”, decía Barbieri en Nueva York, donde vivió durante más de cuatro décadas. “Si tengo que tocar un tango, puedo; si tengo que tocar música brasileña, puedo. Y si quiero tocar como Coltrane también puedo. Pero lo hago siempre con mi firma”. Quien le habló primero de lo latino, y lo incluyó en ese campo conminándolo a que su música lo reflejara, fue el cineasta brasileño Glauber Rocha. Antes de eso, el Gato ya andaba por su segunda vida. En 1962 se había ido a Roma con su mujer, la italiana Michelle. En París conoció al trompetista Don Cherry, que había sido miembro del grupo de Ornette Coleman en 1959. El antiguo bopper era entonces miembro de la vanguardia y, junto a Cherry, grabó dos discos para el sello Blue Note: Complete Communion (1965) y Symphony for Improvisers (1966). También tocó con la Jazz Composer Orchestra de Michael Mantler con la que grabó para el sello ECM la obra Escalator over the Hill, de Carla Bley, donde también participaban Jack Bruce, el bajista y cantante del trío Cream (con Eric Clapton y Ginger Baker), Linda Ronstadt, Enrico Rava y Dewey Redman, entre otros y, en 1969, fue parte de otro disco legendario, Liberation Music Orchestra, del contrabajista Charlie Haden y con arreglos de Carla Bley, publicado por Impulse. “Me dí cuenta de que el Free Jazz no era para mí”, decía Barbieri que había dicho entonces, y ese fue el comienzo de su tercera vida, en un tercer mundo tan fructífero como imaginario y con un disco llamado The Third World..


The Third World, el disco que Barbieri grabó en 1969, no era un título inocente. Tampoco lo era el de la Liberation Orchestra, que recorría un repertorio conformado por canciones de la Guerra Civil Española, temas compuestos por Carla Bley, una obra de Ornette Coleman (“War Orphans”) y dos de Haden, “Circus ’68 ’69”, inspirado por “el circo de” la Convención Nacional del Partido Demócrata a fines de 1968, y “Song for Che”, dedicada al Che Guevara.


Pero hubo otras vidas. Algunas casi simultáneamente, como el éxito con la música para Ultimo tango en París (1972), el famoso y en su momento controvertido film de Bernardo Bertolucci con Maria Schneider y Marlon Brando. Incidentalmente, esa banda de sonido fue causante de un malentendido también célebre, cuando Piazzolla aseguró haber sido traicionado ya que, según su versión, la música le había sido encargada a él. Piazzolla llegó a grabar un disco con dos temas bautizados como los personajes de la película, como para demostrar que había compuesto esa música, pero la verdad fue otra. Bertolucci había pedido la música a Barbieri y el nombre de Piazzolla surgió cuando se comenzó a pensar en quién podría orquestarla, lo que ocasionó la ofensa del bandoneonista. 

El capítulo (sud) americano y político tuvo, por su parte, una continuación con una serie de discos para el sello Impulse llamados, justamente, capítulos: Chapter One: Latin America (1973), Chapter Two: Hasta Siempre (1973), Chapter Three: Viva Emiliano Zapata (1974) y Chapter Four: Alive in New York (1975). Y luego, una vida más, la que comenzó con Caliente (1976) y Ruby Ruby (1978), discos producidos por Herb Albert donde estaba, como siempre, el sonido Barbieri, pero faltaba el desafío. “Creo que Caliente es mi disco preferido”, diría mucho después en una entrevista concedida a este periodista. “Herb Alpert fue el mejor productor que tuve. Y Caliente es un disco muy bello. También Tercer Mundo. Y Fenix. Pero mi memoria ya no es buena. Tuve problemas con la droga y el alcohol. Estuve mucho tiempo sin tocar. Después Michelle estuvo muy enferma. Y yo la amaba. Y ella murió y creo que recién me dí cuenta cuando llegó un dolor que no podía soportar. Estaba muerto. Lo único que hace que viva” decía el Gato, que todavía seguirá viviendo “es seguir tocando”.