Diego Fischerman escribió el siguiente artículo sobre Dave Brubeck y Paul Desmond cuando todavía la filial local de Sony contaba en su equipo con el excelente criterio de Eduardo Dulitzky. Pero, como dice la canción, “todo concluye al fin, todo termina”. Hoy, la filial argentina de Sony ya no saca discos de jazz, ni de música clásica, ni de casi nada que valga la pena. Aquí se reproduce entonces la nota para que los lectores de este blog puedan disfrutarla.
Dave Brubeck, se cuenta, empezó a tocar jazz por consejo de un compositor “clásico”, Darius Milhaud, que le daba clase en el Mills College. Paul Breitenfeld, más conocido como Desmond, un apellido que eligió al azar en la guía telefónica, era un graduado universitario en Lengua Inglesa que, según sus palabras, abandonó la literatura “porque sólo era capaz de trabajar en la playa y no dejaba de entrarme arena en la máquina de escribir”. Y, también, un saxofonista que aseguraba haber ganado “varios premios al saxo alto más lento del mundo, así como un galardón especial al silencio en 1961”. No era su única frase genial. “Pasé de moda antes de que nadie me conociera”, aseguraba. Y definía: “Creo que de forma inconsciente quería sonar como un martini seco”. Brubeck y Desmond no siempre tocaron juntos y el pianista, con 91 años cumplidos el último 6 de diciembre, siguió activo hasta hace muy poco mientras que el saxofonista murió en 1977. Pero, por algún motivo, cuando se habla de uno de ellos es inevitable hacerlo también del otro. Y hasta el tema más famoso de Brubeck es, por supuesto, de Desmond: ese “Take Five” que utilizó un compás de cinco tiempos en el jazz y que convirtió al disco que lo incluía, Time Out, en el máximo hit de la historia del género.
“Soy el saxofonista del cuarteto de Brubeck –decía Desmond–. Pueden reconocerme porque cuando no toco, lo que ocurre a menudo, aún sigo allí, apoyado en el piano.” Empezó a tocar con Brubeck en 1946, integrando un octeto modernista donde ya estaban inscriptas muchas de las obsesiones estéticas del pianista: el uso de acentuaciones irregulares (y nada usuales en el jazz), de la politonalidad, a la manera de Milhaud, y de formas provenientes de la tradición académica, como la fuga. Con ese grupo grabó, por ejemplo, la “Fugue on Bop Themes”. Luego, hasta 1967, integró de manera estable el famoso cuarteto, al que más adelante regresó de manera esporádica. La disolución del grupo también fue objeto, obviamente, de su humor implacable: “Estamos trabajando como si el grupo estuviera pasando de moda, cosa que por supuesto está ocurriendo”, dijo. Una de las últimas colaboraciones entre Desmond y Brubeck fue el notable disco The Duets, de 1975 (que incluye otro tema extraordinario, la raveliana habanera “Blue Dove”). En 1976 volvió a conformarse el cuarteto, conmemorando los veinticinco años de su fundación. Y en 1977, antes de cumplir 43 años, Desmond murió de cáncer de pulmón. Su comentario ante el diagnóstico fatal fue el festejo público por lo bien que estaba su hígado de bebedor de whisky: “Impoluto, perfecto, uno de los grandes hígados de nuestra era. Bañado en Dewars y rebosante de salud”.
Entre la abundante producción del cuarteto se destaca el período en que grabó para el sello Columbia, varios de cuyos discos han sido editados localmente por Sony a lo largo de este último año. Uno de ellos, Jazz Impressions of Japan, de 1964 y grabado después de una de las numerosas giras a lugares a los que ningún otro grupo estadounidense llegaba, desde Polonia a Australia pasando por el Lejano Oriente, incluye una de las piezas más perfectas –y más bellas– de todo el jazz. Titulada “Rising Sun” y compuesta por Brubeck, allí puede encontrarse la quintaesencia del estilo de Desmond, tal vez el único saxo alto más cercano a Lester Young que a Charlie Parker. El melodismo de ese sonido puro, cristalino, la facilidad para desarrollar las posibilidades armónicas de una melodía y para llevarla, con la máxima naturalidad, a los lugares más insospechados, la imaginación para subdividir rítmicamente de maneras sorprendentes y jamás sobreactuadas, están allí en su versión más concentrada y exacta.
Ese grupo, conformado además por el baterista Joe Morello y el contrabajista Eugene Wright (un negro, lo que le hizo perder a Brubeck más de un trabajo en una época en que la integración no estaba muy bien vista), está allí en estado de gracia. Otra de las ediciones para no perder de vista es The Great Concerts, con extractos de las actuaciones en Amsterdam y en el Carnegie Hall, en 1963, y en Copenhague en 1968, y donde puede escucharse el exquisito swing que el grupo tenía en vivo, y la forma en que lograba que los ritmos y contrapuntos más intrincados sonaran con la fluidez más extrema. El tercer disco editado en la Argentina es igualmente extraordinario pero mucho más atípico. Y es que allí no está Desmond. El álbum se llama Brubeck Plays Brubeck, fue grabado en 1956 y el pianista toca a solas un programa compuesto exclusivamente por piezas propias. Como en toda su obra, la amabilidad –en el sentido más preciso de la palabra– puede ocultar, para oídos desprevenidos, el riesgo y la densidad de lo que se escucha. Y como prueba bastaría la hermosa “The Duke” donde, de paso –y, como lo habría hecho Desmond, sin la menor impostación– en los primeros ocho compases la melodía se mueve, con la sutileza de un gato avanzando hacia su presa, por las doce tonalidades mayores posibles.
Socios
Dave Brubeck, se cuenta, empezó a tocar jazz por consejo de un compositor “clásico”, Darius Milhaud, que le daba clase en el Mills College. Paul Breitenfeld, más conocido como Desmond, un apellido que eligió al azar en la guía telefónica, era un graduado universitario en Lengua Inglesa que, según sus palabras, abandonó la literatura “porque sólo era capaz de trabajar en la playa y no dejaba de entrarme arena en la máquina de escribir”. Y, también, un saxofonista que aseguraba haber ganado “varios premios al saxo alto más lento del mundo, así como un galardón especial al silencio en 1961”. No era su única frase genial. “Pasé de moda antes de que nadie me conociera”, aseguraba. Y definía: “Creo que de forma inconsciente quería sonar como un martini seco”. Brubeck y Desmond no siempre tocaron juntos y el pianista, con 91 años cumplidos el último 6 de diciembre, siguió activo hasta hace muy poco mientras que el saxofonista murió en 1977. Pero, por algún motivo, cuando se habla de uno de ellos es inevitable hacerlo también del otro. Y hasta el tema más famoso de Brubeck es, por supuesto, de Desmond: ese “Take Five” que utilizó un compás de cinco tiempos en el jazz y que convirtió al disco que lo incluía, Time Out, en el máximo hit de la historia del género.
“Soy el saxofonista del cuarteto de Brubeck –decía Desmond–. Pueden reconocerme porque cuando no toco, lo que ocurre a menudo, aún sigo allí, apoyado en el piano.” Empezó a tocar con Brubeck en 1946, integrando un octeto modernista donde ya estaban inscriptas muchas de las obsesiones estéticas del pianista: el uso de acentuaciones irregulares (y nada usuales en el jazz), de la politonalidad, a la manera de Milhaud, y de formas provenientes de la tradición académica, como la fuga. Con ese grupo grabó, por ejemplo, la “Fugue on Bop Themes”. Luego, hasta 1967, integró de manera estable el famoso cuarteto, al que más adelante regresó de manera esporádica. La disolución del grupo también fue objeto, obviamente, de su humor implacable: “Estamos trabajando como si el grupo estuviera pasando de moda, cosa que por supuesto está ocurriendo”, dijo. Una de las últimas colaboraciones entre Desmond y Brubeck fue el notable disco The Duets, de 1975 (que incluye otro tema extraordinario, la raveliana habanera “Blue Dove”). En 1976 volvió a conformarse el cuarteto, conmemorando los veinticinco años de su fundación. Y en 1977, antes de cumplir 43 años, Desmond murió de cáncer de pulmón. Su comentario ante el diagnóstico fatal fue el festejo público por lo bien que estaba su hígado de bebedor de whisky: “Impoluto, perfecto, uno de los grandes hígados de nuestra era. Bañado en Dewars y rebosante de salud”.
Entre la abundante producción del cuarteto se destaca el período en que grabó para el sello Columbia, varios de cuyos discos han sido editados localmente por Sony a lo largo de este último año. Uno de ellos, Jazz Impressions of Japan, de 1964 y grabado después de una de las numerosas giras a lugares a los que ningún otro grupo estadounidense llegaba, desde Polonia a Australia pasando por el Lejano Oriente, incluye una de las piezas más perfectas –y más bellas– de todo el jazz. Titulada “Rising Sun” y compuesta por Brubeck, allí puede encontrarse la quintaesencia del estilo de Desmond, tal vez el único saxo alto más cercano a Lester Young que a Charlie Parker. El melodismo de ese sonido puro, cristalino, la facilidad para desarrollar las posibilidades armónicas de una melodía y para llevarla, con la máxima naturalidad, a los lugares más insospechados, la imaginación para subdividir rítmicamente de maneras sorprendentes y jamás sobreactuadas, están allí en su versión más concentrada y exacta.
Ese grupo, conformado además por el baterista Joe Morello y el contrabajista Eugene Wright (un negro, lo que le hizo perder a Brubeck más de un trabajo en una época en que la integración no estaba muy bien vista), está allí en estado de gracia. Otra de las ediciones para no perder de vista es The Great Concerts, con extractos de las actuaciones en Amsterdam y en el Carnegie Hall, en 1963, y en Copenhague en 1968, y donde puede escucharse el exquisito swing que el grupo tenía en vivo, y la forma en que lograba que los ritmos y contrapuntos más intrincados sonaran con la fluidez más extrema. El tercer disco editado en la Argentina es igualmente extraordinario pero mucho más atípico. Y es que allí no está Desmond. El álbum se llama Brubeck Plays Brubeck, fue grabado en 1956 y el pianista toca a solas un programa compuesto exclusivamente por piezas propias. Como en toda su obra, la amabilidad –en el sentido más preciso de la palabra– puede ocultar, para oídos desprevenidos, el riesgo y la densidad de lo que se escucha. Y como prueba bastaría la hermosa “The Duke” donde, de paso –y, como lo habría hecho Desmond, sin la menor impostación– en los primeros ocho compases la melodía se mueve, con la sutileza de un gato avanzando hacia su presa, por las doce tonalidades mayores posibles.
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