viernes, 12 de junio de 2015

Ornette Coleman (1930-2015)


Lo que sige es el comentario publicado en el día de hoy por Diego Fischerman, en Página 12, a propósito del fallecimiento de Ornette Coleman.

El músico que hizo más libre al jazz

Ornette Coleman, el inmortal, murió ayer. Fue rechazado, en sus comienzos. Los músicos de jazz no querían tocar con él. No sabía improvisar sobre acordes, decían. Venía de otra parte. Llegaba desde la nada (o desde Fort Worth, Texas, que es lo mismo; según él, “un lugar donde hay cowboys”). Y desde allí, desde ese territorio fuera del sistema solar del jazz, apareció para cambiar la música de manera definitiva. Hace seis años había estado en Buenos Aires. Hablaba con un hilo de voz. Repetía dos o tres frases, hablaba de los lenguajes universales, había escapado del hotel, se había perdido y apareció en la zona de Tigre, comiendo puchero en una comisaría. Y tocó. Y ese estilo hecho de pequeños círculos, de espirales alrededor de una idea, de elipsis, dibujó los nuevos límites de un universo extraño y casi inasible.

Dicen que el trompetista Don Cherry contaba haberlo conocido en un día veraniego de más de cuarenta grados, en Nueva York, y él llevaba sobretodo. “La gramática del sonido, al contrario de la de las palabras, no diferencia unos pueblos de otros: los une”, decía Ornette a Página/12. En su disco Sound Grammar, de 2006, había dos contrabajos, como en el grupo con el que llegó a Buenos Aires. Ese par de instrumentos remitía a otros: las grabaciones de Charles Mingus con Oscar Pettiford, a Ascension, de John Coltrane (donde tocaban Jimmy Garrison y Art Davis) y, por supuesto, a lo sucedido el 21 de diciembre de 1960, a las 12.30, en los A&R Studios de Nueva York, cuando improvisaron juntos dos cuartetos, uno conformado por Ornette Coleman en saxo alto, Don Cherry en trompeta de bolsillo, Scott La Faro en contrabajo y Billy Higgins en batería y el otro integrado por Eric Dolphy en clarinete bajo, Freddy Hubbard en trompeta, Charlie Haden en contrabajo y Ed Blackwell en batería, bautizando con el nombre del disco, Free Jazz, todo un vocabulario y una estética.

“Armolodía no es un estilo, sino una concepción de la música”, explicaba Coleman, que llegó a firmar cartas con la fórmula “armolódicamente suyo”, en aquella conversación mantenida con este diario. Se refería a un término acuñado por él y que, más allá de sus implicancias esotéricas, fue, según Don Cherry, “uno de los sistemas más profundos tanto de Occidente como de Oriente”. La palabra, una obvia combinación de armonía y melodía, hablaba en realidad de una integración entre el papel solista y el del acompañamiento y de una disolución del peso de los acordes en el diseño del rumbo de un tema o de una improvisación. La idea va en el mismo sentido que otra de las marcas de fábrica de Ornette, los grupos sin piano, un instrumento que, según él, definía demasiado el campo armónico. Una idea compartida, en rigor, con Gerry Mulligan, que también se sentía constreñido por el piano (a pesar de ser él mismo un excelente pianista) y se destacó por sus grupos en que al saxo barítono y a la base se agregaba trombón (Bob Brookmeyer), trompeta (Chet Baker o, más tarde, Art Farmer o Jon Eardley) u otro saxo (Ben Webster, Johnny Hodges, Zoot Sims o Paul Desmond). Ornette, que volvió a grabar con piano (lo había hecho en sus comienzos) en los formidables dos volúmenes de Sound Museum, registrados en 1996 junto a Geri Allen, el contrabajista Charnett Moffett y Denardo Coleman en batería, tuvo como sus compañeros preferidos a Don Cherry y al saxofonista Dewey Redman. No es un dato menor que el primer cuarteto de Keith Jarrett, tal vez su discípulo más notorio en cuanto a la manera de componer, a la asimetría de los temas y al concepto de improvisación proliferante, haya contado con dos ornettianos, Redman y el contrabajista Charlie Haden. “Los sonidos pasan de unos a otros”, decía Ornette, y quizá se refiera a cómo su música, rechazada al principio con una vehemencia que en el mundo del jazz muy pocos sufrieron –incluso por parte de los más renovadores–, fue una de las pocas que hicieron escuela y tuvo grupos de discípulos y continuadores, como el exquisito cuarteto Old and New Dreams, que formaron Cherry, Redman, Haden y Blackwell a fines de los setenta.

Entre sus hijos musicales también se encuentra Pat Metheny, quien no sólo incluye habitualmente sus composiciones en el repertorio, sino que grabó con Ornette uno de los grandes discos de su carrera (en realidad de la de ambos). Song X, de 1985, es una de esas aventuras sonoras en que cada paso es, a la vez, sorpresivo e inevitable.

Acerca del famoso adjetivo “free” (libre), que se le adosó al género para denominar las supuestas improvisaciones sin parámetros fijados de antemano, resulta interesante confrontar el mito con lo que relata Cherry en las notas del libro que forma parte de Beauty in a Rare Thing, el álbum que reúne todas las grabaciones de Ornette para el sello Atlantic: “Grabábamos todo en una toma, la primera. Pero eso no quiere decir que llegáramos sin saber nada. Los temas eran sumamente complejos y ensayábamos muchísimo como para poder tocarlos precisamente así, de una vez. Eso también era la armolodía”. Al fin y al cabo, la carrera de alguien que comenzaba con un disco llamado “algo más” no podía parecerse demasiado a ninguna otra. Allí, en Something Else, de 1958, estaban Cherry y Haden y Higgins, alternándose con Blackwell. Tomorrow is the Question, The Shape of Jazz to Come y The Change of the Century, los tres grabados en 1959, conforman una trilogía de álbumes cuyos títulos, y sus referencias al futuro y la revolución, resultan gráficamente transparentes. “No me interesaba que me pagaran. Quería que me escucharan. Por eso vivo en quiebra”, había dicho Ornette a la revista Esquire al cumplir 80 años. Allí también afirmaba: “Uno toma el alfabeto occidental. De la A a la Z. Un símbolo adherido a un sonido. En música tenemos las notas y el tono. En la vida tenemos la idea y la emoción. Pensamos en ellos como conceptos diferentes. Para mí, no hay diferencia”.

Ornette solía ser críptico al hablar. Como un maestro derviche, sus maneras de aproximarse a la verdad (o a sus apariencias o sus trampas) eran invariablemente ambiguas. “No trato de complacer cuando toco. Trato de curar”, decía. Y, también: “No rechazo las categorías: no sé lo que son”. Pionero del jazz liberado de los acordes y las formas simétricas de la canción, pero también de la enrarecida mezcla funk que probó en discos como Prime Design/ Time Design (1983), creador de una de las bandas de sonido más inquietantes que se puedan imaginar, con Naked Lunch, para el film de Cronenberg sobre Burroughs, o cultor esclarecido de la pura aventura sonora, como en New Vocabulary, del año pasado, Ornette Coleman fue, mucho más que un gran saxofonista (y luego trompetista y violinista), uno de los creadores más importantes surgidos en la segunda mitad del siglo XX. Con él siempre se trataba de “algo más”. Y en su música seguirá sonando, inevitablemente, algo más.


miércoles, 10 de junio de 2015

El nuevo Iaies con el viejo Fischerman

“El músico y director artístico del Festival de Jazz de Buenos Aires señala que los álbumes ‘son un testimonio de un momento determinado en la vida de uno y no me resigno a no hacerlos’. En este trabajo, grabado en el Salón Dorado del Teatro Colón, todos los temas le pertenecen”: tal la bajada de la entrevista que Diego Fischerman tuvo con Adrián Iaies y que el diario Página 12 publicó en el día de hoy.

“Es un disco para no tener que dejar de hacer discos”

Suelen preguntarle, dice, acerca de la posible argentinidad del jazz. No es extraño, si se piensa que en algunos de sus grupos ha incluido al bandoneón como instrumento, que ha jugado con las referencias cruzadas y las tentadoras ambigüedades de títulos como “Round Midnight y otros tangos”. No es raro que le pregunten a Adrián Iaies sobre esas cuestiones, en tanto ha utilizado como materiales de sus versiones a tangos de Cobián y Cadícamo, o de Dames y Sanguinetti, y a temas de Charly García y canciones de Joan Manuel Serrat. Y, sin embargo, pocos músicos se prestan tan poco como él a los guiños de postal y a los pintoresquismos. Si lo apuran, puede llegar a decir, como el compositor y también pianista Gerardo Gandini, que lo argentino, o más bien lo porteño, “es una cuestión de gesto”. O, más precisamente, “de melancolía”.

Los tangos, las canciones de Serrat, no son para Iaies una forma de encontrar legitimidad sino, mucho más directamente, un anclaje en el mundo de su educación sentimental. Al fin y al cabo, allí hace lo que el jazz siempre ha hecho: trabajar sobre “una que sepamos todos”. La figura destaca contra el fondo y la variación en relación con un tema conocido. No otra cosa es un standard. Y su idea es, en ese sentido, sencilla. Los standards de un porteño no son los mismos que los de un neoyorquino, aunque después trabaje sobre ellos con el vocabulario del jazz. Hay, por otra parte, en cada uno de sus discos –y en cada proyecto que encara– una especie de tesis.

La cuestión de la autoría, o de la apropiación, no es allí una cuestión menor. Y si hiciera falta una sola prueba bastaría con los dos universos –aparentemente distintos y hasta opuestos– a los que se asoma en dos de sus discos más recientes. En el antepenúltimo, Goodbye, publicado en 2013 por el sello Rivorecords, construye una de sus declaraciones musicales más personales y lo hace exclusivamente sobre temas ajenos y, en este caso, pertenecientes a la tradición pura y dura del jazz. En el último, Cada mañana te trae, grabado en el Salón Dorado del Teatro Colón y recién editado por S-Music, todos los temas le pertenecen. En el primero de ellos toca solo; en el otro en un trío bastante atípico –y sin batería–, con Mariano Loiácono en trompeta y Juan Manuel Bayón en contrabajo. La firma, ese gesto del que él habla –un gesto porteño, qué duda cabe–, es tan clara en uno como el otro. Tal vez de eso se trate la identidad. De ser inconfundible.

Cada mañana te trae, con una producción, calidad de grabación y presentación impecables –tal como ha sido una constante en toda su carrera– acarrea ya una tensión de origen. Es un disco, en una época en la que nadie cree demasiado en la utilidad o en la necesidad de hacer discos. “Es un disco –afirma Iaies– para no tener que dejar de hacer discos. A mí me gustan los discos, los considero valiosos. Me eduqué con ellos. Son un testimonio de un momento determinado en la vida de uno y no me resigno a no hacerlos, entonces busco la manera de poder seguir haciéndolos. Un disco no es una cajita con una cosa adentro. Es un concepto abstracto. Es cierto que cada vez es más difícil hacerlos, en términos económicos. Lo que hay que encontrar es una manera de lograr una idea en la que creo y es que un disco tiene que poder financiar al disco siguiente. O, al menos, no dejarlo a uno en bancarrota. Lo que sucede es que el sistema está totalmente corrompido. Yo entro un día a Yenny y veo la caja triple (su álbum Uno, dos, tres/ Sólo y bien acompañado) a 300 pesos. Yo recibo 10 por cada una. Pregunto en el sello cómo puede ser y ellos me explican que la caja se vende a la disquería a 70 y que, si se descuentan los gastos, 10 es una regalía absolutamente razonable. Lo que ellos no pueden explicar es por qué la cadena de disquerías pretende obtener más de un 300 por ciento de ganancia sobre ese objeto. Ahí uno pierde las ganas y empieza a pensar que es más lógico hacerlo digital y listo. Pero yo no quiero dejar de hacer discos.”

Iaies, Loiácono y Bayón presentan este disco en Thelonious (Salguero 1884). Iban a hacerlo todos los sábados de este mes, a las 21.30, pero la respuesta del público ya los llevó a decidir que continuarán también en julio. El pianista tiene algo más para decir sobre el disco. O sobre sus discos en general. “Haciendo un poco de memoria vi que llevo ya realizados veinte discos, desde Nostalgias y otros vicios, que edité en 1998. Y podrán gustar más o menos, pero es claro que cada uno es un documento de algo. No es como preparar un recital. Son testimonios de proyectos muy definidos. Son discos muy homogéneos. O hablo de una cosa o hablo de otra. No hay dos discos seguidos que repitan un formato, por ejemplo. Esta vez hacía dos años que no editaba un disco, lo cual es raro en mí. Pero me entusiasmé. Empezamos a ensayar. Me entusiasmó el sonido del grupo. Me entusiasmaron las posibilidades de un trío de esta naturaleza. Y me entusiasmó ponerme a escribir tanta música. Fue la primera vez que hice un disco sólo con música propia. Y son todos temas que no había hecho nunca antes, que fueron pensados para estos músicos y para esta ocasión. Así que me dije ‘bueno, si voy a perder algo de guita, que sea con esto’.”

Iaies reconoce que no le gusta ensayar y cuenta que con este grupo ha sido distinto. Que hace seis meses que se reúnen todas las semanas, haya o no fechas para tocar. Y que con Bayón se junta periódicamente a tocar simplemente porque le gusta y quiere hacerlo. Habla, inevitablemente, de música y de otros músicos. Asegura haberse percatado de una especie de rareza. “Siempre dije que el material esencial del jazz, que su célula básica, es el trío de piano, contrabajo y batería. Y viendo mi propia producción veo que he hecho realmente muy pocos discos con ese formato.” Están los tríos que salen de lo común, como este que incluye trompeta y excluye la batería, o los grupos en los que incorporó bandoneón –Gabriel Rivano primero, Pablo Mainetti después, más adelante Michael Zisman– o una de sus especialidades, los dúos (con el contrabajista Horacio Fumero, con la cantante Roxana Amed, ocasionalmente con Liliana Herrero). Hay un especial gusto por la intimidad. Por la introspección. Algunos de los títulos de los discos pasados lo ponían en evidencia –Nostalgias y otros vicios, Melancolía–. Y una de las canciones de Cada mañana te trae, bromeando con el estilo de los títulos de standards, lo explicita de manera brillante: “Happiness is not my Business”. De todos modos, los nombres poco importan. Basta con escuchar Goodbye, un disco de baladas (“mostly ballads”, podría decirse, parafraseando un álbum maravilloso del pianista Steve Kuhn) para entender como Iaies ha convertido a la melancolía en una de las bellas artes.

Cada mañana te trae es, tal vez, más luminoso. Hasta por momentos, como en la inicial “In a Twelve Mode”, festivo. Aunque la felicidad no sea su asunto, el trío transmite un placer intenso: la interacción y la conexión expresiva de los tres músicos es llamativa. “El repertorio no es solo el nombre de los temas. Elegir el material conlleva también tomar decisiones, anticipar el tratamiento”, comenta Iaies. “Y si uno, al elegir un standard, ya se va imaginando cómo lo va a encarar con el grupo y cómo va a sonar en manos de esos músicos en particular, en el caso de la composición es aún más claro. Uno piensa en términos de tema e improvisación, pero piensa de manera integrada, uno se imagina cómo van a ser las improvisaciones de esos intérpretes y escribe teniendo eso en cuenta. Por otra parte, mi modelo siempre es la canción. Yo parto de una melodía, nunca de un riff, o de un motivo rítmico o una secuencia de acordes. Invariablemente en el comienzo hay una melodía que después se va desarrollando. Y me gustan los solos que trabajan melódicamente y, seguramente, elijo músicos que tienen una alta capacidad melódica, porque con ellos es con quienes me siento a gusto pero, más precisamente, porque sé que es con ellos con quienes la música que compongo va a sonar como quiero que suene. Siempre que se incluye la improvisación hay una parte de uno que se cede. No están todas las notas, ni siquiera todos los climas. La obra va a terminar de componerse al ser tocada. Y ninguna vez va a ser exactamente igual a otra. Entonces uno deja eso librado al azar sólo hasta cierto punto. Elegir los músicos, y pensar la música para ellos, es una manera de controlar. En realidad, creo que la mayoría de las veces yo sé con exactitud cómo va a sonar un tema y el clima que va a tener.”

Además de su tarea como músico, Iaies se desempeña, desde hace siete años, como director artístico del Festival de Jazz de Buenos Aires. En un terreno atravesado por mezquindades varias, por internas bastante salvajes y por cruentas rivalidades políticas, su gestión goza de un raro consenso. “Supongo que es porque nos hemos ocupado de darle a los músicos locales un lugar de privilegio. A diferencia de lo que sucede en otros festivales, aquí han tenido presupuesto, han tocado en las mismas salas y con el mismo sonido y las mismas luces que los extranjeros. Creo que otra cosa que ha tenido un signo positivo fue el insistir en no programar músicos que ya hubieran tocado aquí. Con eso hemos evitado que se tratara de un festival armado por las agencias, la programación la armamos aquí con lo que nos parecía deseable dentro de lo posible. O lo posible dentro de lo deseable. Y me parece que una tercera virtud es el haber producido música. En los encargos pusimos en contacto a algunos músicos con la obra de otros, que tal vez no estaban en sus planes hasta ese momento, y que tuvieron importancia para ellos posteriormente. Creo que el caso de Guillermo Klein con el proyecto sobre música del Cuchi Leguizamón o el de Fernando Tarrés alrededor de Pizzolla han tenido esas características.” Hay, además, otro dato significativo: Adrián Iaies evitó escrupulosamente la autoprogramación. “Es cierto que este disco fue grabado en el Colón”, comenta. “Pero yo no fui a ver a Darío Lopérfido como director del festival de jazz sino como músico. El me conocía de mucho antes, ha ido a actuaciones mías. Y me dijo que era su intención que el Colón pudiera ser utilizado más intensivamente. Yo no grabé allí porque dirija el festival de jazz sino porque tengo cierta trayectoria y estoy seguro de que si Ernesto Jodos, o Paula Shocrón, o Francisco LoVuolo o Diego Schissi o cualquier otro pianista que tuviera los antecedentes suficientes, hablara con el director actual del Colón y pidiera grabar allí, le dirían que sí igual que a mí.”