Terminado
el calvario de Jorge Fondebrider, ahora le tocó a Eduardo De Simone. Guillermo
Hernández llevó a su hijo a un MacDonald’s de Merlo. El pibe pidió una cajita
feliz, que le vino con un juguetito que no le gustaba. Hernández se fue a
quejar a la caja y el chico que lo atendió le dijo que en todos los MacDonald’s
era igual. Hernández vio en esa respuesta un deliberado ataque contra la
libertad de expresión y, antes de ser desalojado por la fuerza policial, dijo
que volvería con “los juguetes de verdad”. Por eso, ni lerdo ni perezoso, llamó
a Eduardo De Simone y le dijo: “Te me vas a Nueva York y me traés una cajita
feliz. Y guay con que la hamburguesa esté fría”. De Simone buscó entre sus
corbatas la más adecuada y enfundado en ella tomó el primer avión para cumplir
con el amable pedido del Guille. No sabemos en qué quedó la historia, pero al
menos rescatamos la crónica de lo que De Simone hizo en su tiempo libre.
Nueva York, donde algunos la pelean y otros la resuelven fácil
Que
en Nueva York hay decenas de shows de jazz cada día es algo que cualquier
entendido tiene incorporado. Los mensuarios especializados anuncian más de 30
conciertos por día y en muchos se superponen horarios de músicos o grupos
indispensables. Pero a nadie que viva en esta ciudad se le ocurre acometer una
maratón para ver todo lo que se puede en pocos días. Aunque siempre hay algún
desquiciado con sello mintoniano que aparece con esas pretensiones sin importar
el frío, el tránsito, el jolgorio y la caravana turística. Aquí estamos.
Angélica Sánchez, con Michael Formanek y Tyshawn Sorey |
La
primera parada era The Stone, un ínfimo local en el East Village, donde la
pianista Angélica Sánchez es artista residente por una semana. Esto es, toca
todos los días en diferentes formatos y a distintas horas. El objetivo era
verla en trío con el bajista Michael Formanek y el baterista Tyshawn
Sorey.
Sabiendo
que el local era chico me apresuré a llegar temprano, aun al costo de una buena
caminata porque el subway no pasa
cerca. Para quienes no conocen The Stone, una idea gerenciada por John Zorn, se
trata de un local en la esquina de la Avenida C y la 2nd Street, East Village. Nada hay
en esa esquina que indique que allí funciona un establecimiento dedicado a la
música, menos aún al jazz. Sólo hay una pequeña y dudosa puerta que podría ser
la oportunidad de ingreso a una casa de cambio clandestina, a un garito o a un
reducto de alterne. Acerando la vista al lugar donde debería haber un picaporte
–que no lo hay– puede advertirse una casi invisible leyenda que dice The Stone.
Nada más. Apremiado por el tiempo, me acerqué resuelto a la puerta, pero un
joven que fumaba afuera me advirtió que no debía apurarme. "Faltan
20 minutos para el show", lo alerté. "Sí, yo soy el encargado de cobrarle
a los que vienen pero aún no vino nadie", respondió. Lo dejé terminar el
cigarrillo y le pagué los 20 dólares que me franquearon el paso. Una vez
adentro, comprobé que efectivamente sólo había tres personas. Una era el
sonidista, otro era Formanek y el tercero el baterista. Se acercaba la hora de
inicio y ni siquiera llegaba Angélica Sánchez. Cinco minutos antes del show, se
contaban cinco personas en una salita casi con más espacio para el escenario
que para las sillas. Finalmente apareció la pianista y minutos después unas 15
o 20 personas, más de la mitad no americanos (italianos, españoles y latinos).
El concierto fue hipnótico, con amplio espacio para la improvisación y la
revelación del baterista, que por momentos tomaba un rumbo contracíclico
respecto del piano para luego empujar él al trío en una dirección, la que él
fijaba, con una gran variedad de recursos. Silencio y concentración en el poco
público que asistió permitieron poco más de una hora de música no
convencional. Este vertiente de jazz es minoritaria, el jazz de por sí ya lo es
en general y nadie se entera de lo que pasa en una esquina pedida del East
Village. Si los discos de Angélica Sánchez no se vendieran en sus conciertos
sería imposible encontrarlos en Nueva York. Lo mismo con Formanek. De hecho,
casi no quedan disquerías.
Ethan Iverson, con Dayna Stephens |
Con esa experiencia a cuestas quise comprobar qué pasaba con un grupo más mainstream. Al día siguiente tocaba el
cuarteto de Ethan Iverson, con Dayna Stephens en saxo barítono, David Williams
en contrabajo y Eric McPherson en batería. La cita era en Small's, un
desangelado y apretado sótano del West Village, a una cuadra del clásico
Village Vanguard. Esta vez sí hubo gente. Unas 80 personas colmaron el local. ¿Adoradores
del jazz, seguidores de Iverson? De nuevo, extranjeros varios, algunos que
están –estamos– de paso, y otros que viven circunstancialmente en Manhattan.
"Yo mucho no entiendo de esta música pero te aseguro que aquí siempre hay
buenos shows", le explicaba un español a otro, al parecer su invitado.
"Vale, pero si no hay sitio sentados nos vamos", replicó éste. En
fin. El show no aportó gran cosa. Standards, muy previsibles, aunque con
jerarquía individual para algunos solos. Claramente, una música más convocante.
Eso sí, de concentración y silencio como en The Stone ni hablar. La barra muy
cerca del escenario, con una morocha de fuerte presencia que oficiaba de moza y
que pasaba por entre los músicos e inexplicablemente no los perturbaba, además
de la obligación para todo el mundo de tener una copa en la mano sin mesas
donde apoyar. Una hora diez estricta de show y de nuevo a la calle, al frío neoyorquino
y a esperar la próxima parada.
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