El 20 de enero pasado, el
escritor Juan Sasturain publicó la siguiente contratapa en el diario Página 12.
Trata sobre Kenny Dorham y se reproduce a continuación.
Algo con Kenny
Durante un par de semanas –las
primeras de enero, más precisamente– estuve si no obsedido al menos
ocasionalmente empecinado en recordar un nombre. A veces uno tiene clarísima la
cara de un actor secundario de los westerns de John Ford siempre de uniforme azul,
o la imagen recortada en la vieja figurita Starosta de un full back de Atlanta y el nombre –que uno sabe o supo (que no es lo
mismo)– no aparece. Suenan vocales sueltas, acaso una consonante inicial, pero
el apellido se niega.
En este caso se trataba de un
trompetista admirable del que no tenía música a mano ni quería consultar por
Internet o al gordo Sampayo o a Gari para sacarme la duda –no exactamente la
duda: era cuestión de encontrar el cajoncito donde estaba escondida la ficha–,
ponerle nombre a mi memoria de sonido y de pinta. Cuestión de orgullo, desafío
íntimo.
Lo tenía bien escuchado y
admirado porque atraviesa toda la época que más me gusta y disfruto de la
música contemporánea, aunque ya no tan contemporánea como antes, si cabe: el
jazz instrumental desde el surgimiento del bop, a mediados de los ’40, hasta
que el free enrarece demasiado el discurso, lo histeriza, en los primeros ’60.
Este trompetista flaco, algo desgarbado, que recordaba metido en pilchas
holgadas y de invierno en una foto parisina (¿con Parker, con Dameron?), se me
negaba de memoria. Datos: había entrado de pibe en el quinteto de Charlie
Parker cuando en el ’48 se fue Miles Davis, tenía un sonido en apariencia chico
y amable; después había tocado con Max Roach cuando se murió el precipitado
Clifford Brown –siempre en el banco, el olvidado: mejor primer suplente o como
digan los de la NBA –
y también había sido ladero de Rollins por esos mismos años ‘50. Como Fats
Navarro o el fugaz Tony Fruscella, era un estilista no pirotécnico, no tocaba
fuerte y rápido como sólo Gillespie lo hizo bien y con talento –y tantos otros
muchos al pedo– sino que decía, contaba lo suyo con buen gusto y convicción.
Pero cómo carajo se llamaba este muchacho...
Pude, varias veces, en
momentos de casi revelación inminente, estar seguro de un diminutivo en el
nombre y de un apellido corto, rítmico, con una “a” dominante. No más de cuatro
sílabas en total, seguro: taca-taca. Pero no había forma de entrarle. Tuve
momentos jodidos en los que me revolví durante horas en el asiento impiadoso de
un micro de larga distancia que funcionó casi como potro de tortura mientras
trataba de exorcizar al tácito demonio del olvido. Y no hubo forma. Dos semanas
pasaron.
Hasta que se produjo lo que me
animo a llamar mi pequeña epifanía. De vuelta ocasional y disfuncional a Hot
Baires por un par de días, solo y cagado de calor como el mejor, me zambullí al
mediodía en un lindo comedero a la vuelta de mi casa y pedí del menú el bife de
costilla con papas fritas, con un vaso de blanco y hielo, por favor. Y valen
los detalles, porque hay algo de conjunción formal en todo esto. Estaba leyendo
Los tallos amargos de Adolfo Jasca, vieja novela con intriga policial de la que
me había hablado bien mi amigo Alvaro Abós con su habitual medido énfasis.
Disfrutaba la historia y tarareaba mentalmente –o silbaba de memoria– “Algo
contigo”, el mejor bolero del mejor Chico Novarro entre bocado y traguito,
cuando volví casi insensiblemente a mi obsesión y duré –esta vez– sólo
segundos: Kenny Dorham. Me reí solo: Kenny Dorham, claro que sí. Ahí nomás
escribí el nombre y apellido del escurridizo trompetista en la tapa del libro
forrado de papel madera y me quedé sonriendo como un imbécil, de tan feliz,
ante el plato con la costilla casi pelada y tres papas atónitas. Pedí un
almendrado de premio.
Cuando volví a casa, busqué el
único CD que tengo con Kenny de titular –una recopilación pirateada alemana: Solid, de 2002–, en el que hay cosas con
el cuarteto de Parker del ’49, con Monk, con su propio grupo, con los
Messengers. Una muestra de cinco años brillantes. Ya lo había estado escuchando
largamente, sobre todo porque había cosas que tenía sólo ahí. Y lo disfruté,
hasta que llegué al décimo tema, una golosina masticable para su trompeta casi
solitaria con Bishop al piano, y el lujoso sostén de Percy Health en el bajo y
el otro Kenny, Clarke, en la batería: “Be my Love”, de Brodszky y Sammy Cahn
–leí en el papelito adjunto–, una balada maravillosa. Tarareable. Tan
tarareable como “Algo contigo”, tanto que parecía una versión arreglada del
gran bolero de Chico. No lo podía creer.
La puse de nuevo.
Maravillosamente parecidas en el arranque, las dos primeras frases se evocaban
mutuamente. Después, la balada de Brodszky iba levemente para otro lado, pero
la controlada libertad improvisadora de Kenny hacía que la melodía esbozada
citara una y otra vez el arranque del bolero, me diera –deslumbrado– la clave
subconsciente del porqué, ante a mi bife con papas y con “Algo contigo” en mente,
la cajita que guardaba el nombre del negro desgarbado de la trompeta dócil y
expresiva, volviera a mí. Qué bárbaro.
Lo que siguió fueron detalles
de verificación. Me enteré bien –Google dixit–
del éxito del tema, proveniente de una comedia musical cuyas canciones
escribieron esos dos genios del género, en los ’50; me atosigué con la versión
que vendió miles de millares (sic) del tano Mario Lanza, tenor de madera que
Hollywood encastró por esos años en el elenco de engendros como Serenade, una obra maestra de James Cain
hecha un asco en colores. Y hasta ahí llegué.
Ojalá que la próxima vez que
no me acuerde del nombre de un personaje de Rozenmacher, de un cantor de Miguel
Caló o de la delantera completa del Argentinos Juniors del ’60, en lugar de
amargarme desmoralizado por el avance de la vejez, o lo que sea que se viene
tan temido, intuya que todo pueda ser sólo un atajo que me lleve hacia la
revelación de algún tipo de conjunción o cruce creativo. Y me lleve a disfrutar
de maravillas como la música de Kenny Dorham, que era lo que queríamos
demostrar.
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