viernes, 8 de junio de 2012

Dos opiniones sobre el concierto de Corea, Clarke y White

El concierto de Chick Corea, Stanley Clarke y Lenny White del miércoles 5 de junio dejó a parte del público con sentimientos encontrados. Nadie va a discutir hoy en día las dotes de Chick Corea como pianista ni el virtuosismo de Stanley Clarke –por cierto, un tanto circense y, de a ratos, francamente demagógico–, aunque sí se vaya a criticar la pobreza exhibida por Lenny White, muy lejos del nivel de sus otros dos compañeros. Lo que sí se podría comentar, en todo caso, es qué pasa cuando estos tres músicos se reúnen a tocar, la conveniencia de la formación para el repertorio elegido y qué hizo el tiempo con esas composiciones que hace treinta y pico de años sonaban tan modernas. De todo eso tratan las dos reseñas aparecidas en el día de hoy en Clarín y Página 12, firmadas respectivamente por Federico Monjeau y Diego Fischerman, probablemente los dos mejores críticos musicales de la Argentina. Podrían sumarse otros puntos de vista, claro. Por caso, Guillermo Hernández duró exactamente cuatro temas, lo cual es también una opinión.

Federico Monjeau
Nada es para siempre

Con su trío Forever buscó recuperar la era del “Jazz fusión”.

Como ocurre con el nombre mismo, Forever, el trío que integran Chick Corea, Stanley Clarke y Lenny White, es una abreviatura del Return to Forever que Corea formó a comienzos de los ‘70 con Clarke y otros; una abreviatura o reducción al formato más clásico del jazz moderno, el trío de piano, contrabajo y batería, sin aderezos percusivos ni suplementos electrónicos.

Pero en el fondo las cosas siguen más o menos iguales, incluso desde el punto de vista de la selección del repertorio. El concierto del miércoles en el Gran Rex comenzó con La Fiesta , para seguir con otras composiciones de Return to Forever como Light as a Feather , No Mistery , After the Cosmic Rain , Romatic Warrior y 500 Miles High , exponentes de un jazz rítmicamente muy latino y volcado a la fusión, en especial con la música española, cuya característica cadencia frigia se volvió un omnipresente motivo armónico-melódico.

La selección se completó con una pieza de Miles Davis, All Blue , más dos standards clásicos: How Deep is the Ocean , My One and Only Love . Esta fue la mejor parte del programa. Basta escuchar alguno de estos standards para advertir la pérdida de perspectiva armónico-melódica que, salvo raras excepciones, significó el jazz-fusión de los 70. Tal vez era un alejamiento del blues y del songbook estadounidense que los músicos de jazz debían necesariamente realizar, pero la desolación compositiva del paisaje es innegable, y la desnudez del trío de piano, contrabajo y batería acaso lo vuelva todavía más evidente.

Queda intacta la maestría instrumental. Chick Corea es un pianista extraordinario, uno de los mayores virtuosos de todo el jazz, también de los más imaginativos si se considera su rica trayectoria. Pero en este “retorno” no muestra nada demasiado interesante. Se vuelve inevitable la comparación con Keith Jarrett, no sólo por la cercanía de ambas visitas sino por la cercanía generacional (Corea es sólo cuatro años mayor y han hecho algunas cosas en colaboración, entre ellas una hermosa grabación del Concierto para dos pianos de Mozart). La neurosis de Jarrett la padecimos el año pasado en el Colón, pero es cierto que además de su malhumor nos transmitió algunas grageas de música sublime.

A Corea no lo alteran ni un instrumento mediocre (se limitó a pedir una pausa de diez minutos para una afinación), ni un público que le indica a los gritos lo que tiene que tocar. Su entrega es más amable, y también más rutinaria.
Clarke es otro músico virtuoso, aunque se trata de una maestría un poco circense y fanfarrona. Su técnica y su fuerza percusiva son tan descomunales que su instrumento por momentos suena como una segunda batería. En medio de todo eso, Lenny White queda en un segundo plano, aunque no debería dejar de señalarse que su solo en contrapunto con Corea en All Blue fue uno de los mejores momentos de la noche


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Diego Fischerman
Una fiesta con bemoles

El notable pianista hizo gala de todo eso que lo ha convertido en un referente del jazz, aunque el sonido dejó dudas. Con un Stanley Clarke brillante, el punto más discutible de la velada fue la performance del baterista Lenny White

Desde su debut discográfico, con Tones for Joe’s Bones, grabado a fines de 1966, pero incluso antes, ya en sus trabajos junto a músicos latinos casi al mismo tiempo que se internaba en cierta clase de música de cámara donde se imbricaban Debussy y Bartók con el jazz, y en el free jazz atonal y alejado de patrones rítmicos regulares, Chick Corea construyó su estilo en la diversidad de estilos y convirtió en firma propia el eclecticismo. En todo caso, su lenguaje personal, fuera en piano o en piano eléctrico –y más adelante en sintetizadores– siempre resultaba identificable.

Buenos Aires es una ciudad a la que llegó con todos los formatos imaginables, desde el formidable dúo con el vibrafonista Gary Burton hasta sus grupos más electrificados, pasando por el piano solo, por su personal relectura del hard bop con el grupo Origin y con su participación en un homenaje a Piazzolla. Y es la ciudad donde le mostró su admiración, a través de una ovación prolongadísima apenas apareció sobre el escenario, un público de una heterogeneidad que muy pocos podrían lograr. Había allí audiencia de jazz, desde ya, pero también muchos de los que desde el rock lo descubrieron a él (y de allí fueron al jazz) pero también los que hicieron el camino contrario. La presencia entre ellos de Machi, notable bajista de Invisible, podría considerarse, en ese sentido, un dato.
Corea, que ha cambiado tanto de gramáticas musicales como de aspecto físico, llegó esta vez, a los 71 años, luciendo una juvenil y fina estampa, con saco habano haciendo juego con el pantalón, que contrastaba llamativamente con la obesidad y la camisa floreada de su visita anterior. Se trataba, por otra parte, del retorno (aunque sin el retorno del título) de Return to Forever, con su formación más ejemplar casi completa (faltaba tan solo el guitarrista Al Di Meola), aunque ahora en plan acústico: piano de gran cola, el contrabajo de Stanley Clarke y un pequeño set de batería para Lenny White. La operación tampoco era nueva del todo. Mucho del repertorio de Chick Corea transitó por todas las conformaciones instrumentales posibles. Y el pianista se deleitó, a lo largo de su carrera, en trabajar con los mismos músicos pero en diseños casi opuestos, como sucedía con la Elektric y la Akoustik Band.

Si, por un lado, salvo “La Fiesta” es cierto que ninguno de los temas de Return to Forever viajó demasiado hacia otras encarnaciones musicales, también lo es que este regreso acustizado no resulta tan llamativo si se lo piensa no en relación a las últimas formaciones del grupo –y en particular a Romantic Warrior, el disco que llevó el género del jazz rock a un punto de inflexión o de fractura– sino a la inaugural, más inclinada al jazz latino que al rock y donde los únicos instrumentos electrónicos eran el piano y, en algunos temas, el bajo de Clarke. Esa base, al fin y al cabo la misma de ahora, fue la que junto al percusionista Airto Moreira y su mujer, la cantante Flora Purim, más un viejo compañero de ruta, el genial saxofonista y flautista Joe Farrell, grabó el primer disco en 1972, con el mismo nombre del grupo y para el sello ECM. Era, en rigor, un disco (casi) acústico y allí estaba el primer registro discográfico de “La Fiesta”. Y por allí empezó, también, el concierto porteño, uniendo ese hit a “Some Time Ago”, tal como sucedía en el álbum (aunque sin el tarareo de Purim y el deslumbrante trabajo de Farrell, primero en flauta y luego en saxo soprano).

La presentación del trío siguió un orden casi cronológico para aquel repertorio, pasando por “Light as a Feather” (un tema de Clarke) y “No Mistery” y llegando a “Romantic Warrior” y entrelazándolo con algunos standards: “How Deep is The Ocean”, “My One and Only Love”, “All Blues”. El exquisito pianismo de Corea, con esa digitación perlada y esos staccati que convirtió en marca de fábrica, construyó, a lo largo de todo el concierto, un relato preciso que se entrelazó con el del sonido poderoso, con pronunciado vibrato, cantante en los sobreagudos del capotasto, de Clarke (una característica que comparte con los otros contrabajistas preferidos del pianista, Miroslav Vitous y Eddie Gómez), capaz, además, de pasar con soltura del pizzicato al arco. Su estilo, más afecto a los riffs que al despliegue melódico de los acordes, situaba, no obstante la particularidad tímbrica, el mapa estético del lado del jazz rock. Tanto, por lo menos, como las acentuaciones de la batería. Y allí estuvo, precisamente, el punto más flaco. White no mostró la versatilidad de sus compañeros para establecer climas variados y fue francamente primario cuando debió acercarse más al papel del baterista de jazz que al de rock. Casi inactivo en las últimas décadas, este músico que llegó a tocar con grandes del género como Jackie McLean y Andrew Hill, estuvo esta vez limitadísimo al golpe fuerte y perdido con las escobillas, sin encontrarle la vuelta a los temas más lentos. Su performance fue particularmente pobre en “My One and Only Love” aunque, claro, en el repertorio que evocaba más claramente el pasado eléctrico se sintió un poco más cómodo.

El bis, “500 Miles High” –del segundo disco, Light as a Feather– rubricó, no obstante, una actuación de buen nivel. Y si la fiesta no fue, de manera plena, la anunciada en el título del comienzo, también tuvo que ver con un piano desafinado y con el efecto paradójico logrado por el sonido, que logró darle a este instrumento un persistente aire a lata que, curiosamente, lo acercó al Rhodes que pretendía olvidarse.

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