Esta es la crónica que Diego Fischerman publicó hoy en Página 12, a propósito del concierto del viernes pasado.
Diálogos, melancolías y otros vicios
El arte, necesariamente, dialoga. Con su propia historia, con la del artista, con la de quien entra en contacto con él. Y el jazz pone en escena esos diálogos. Tal vez más que en ninguna otra clase de obra, la pieza de jazz basa su funcionamiento, y su valor, en las formas de ese intercambio. Como la figura y el fondo, no es ni una ni el otro los que constituyen el sentido sino la relación, y las maneras de esa relación entre ambos. El pianista Adrián Iaies, junto a su cuarteto, presentó este viernes –y repetirá el próximo 8 de junio– su notable último disco, Melancolía, en La Trastienda. Y ya en su introducción, con una suerte de invención a dos voces de aires bachianos alrededor de “Maribel se durmió”, de Luis Alberto Spinetta, que se entrelazó con “Fermín”, del mismo autor, quedó claro que de lo que se trataría sería de diálogos, en su forma más perfecta.
Ya en su primer disco solista, Nostalgias y otros vicios, de 1998, donde un único tema propio convivía con su lectura de nueve tangos, aparecía uno de los puntos que sostendrían mucho de lo logrado por Iaies a lo largo de su carrera: la certeza acerca de que en esa suerte de plática que se establece a partir de lo que toca, resultan tan importantes sus propias conversaciones (allí, en ese primer disco, está, igual que en el último, “Desde el alma”) como las que establece con la memoria de su público. Hay en Iaies un descubrimiento poderoso y es que el jazz no se funda tanto en sus materiales como en el juego de alianzas, guiños, sobreentendidos, seducciones y sorpresas que se producen entre esos materiales primigenios y la pieza, y entre ella y el oyente. El placer de descubrir a “Fermín” entre las volutas del grupo –un placer similar, se supone, al que alimentaba, para un público informado, el reconocimiento de una canción de Broadway detrás, o en el fondo, de esos solos de Gillespie o Parker– es, en todo caso, una las columnas vertebrales de un género que se construye, sobre todo, alrededor de la memoria.
El diálogo está, a la vez, presente en la fenomenal interacción que se articula en uno de los mejores grupos posibles en el jazz actual. El contrabajo de Ezequiel Dutil tiene algo de la mano izquierda del piano en los estudios de Chopin: es el pie en tierra contra el que se pone en relieve la libertad rítmica.
Él, como un extraordinario Pepi Taveira en la batería, entran y salen de esa función de sostenes del andamiaje general y resultan tan musicales cuando las variaciones de Iaies se apoyan en ellos como cuando comentan, desde sus instrumentos, lo que ha tocado cualquiera de los otros o lo que ha sonado en conjunto. Mariano Loiácono, soberbio en trompeta y fluegelhorn, es ni más ni menos que el cuarto elemento. También él navega con soltura entre el solo explosivo y la posibilidad de llevar una discreta melodía en segundo plano. Parte de las virtudes de este grupo tiene que ver con los talentos de sus integrantes, desde ya, pero una porción significativa corresponde a la concepción general. Ningún tema se excede en la duración; los solos suelen ser breves y, lo más importante, se integran con naturalidad a la forma. No fracturan la pieza sino que, por el contrario, la amplían, le otorgan otras dimensiones. Y esto sucede, incluso, en los habitualmente conflictivos solos de batería y contrabajo. En este caso, sus llegadas son fluidas y pasan casi inadvertidas. No se trata de la exhibición de destrezas del intérprete sino de una más de las maneras en que la figura de esa obra se destaca, se diferencia, contrasta, con el fondo que provee la memoria.
En las presentaciones en vivo hay, además, otra conversación presente: la que la actuación construye con el disco que en esa ocasión se presenta. Y esa conversación es particularmente rica en el caso de Iaies, que puede llegar, como en este caso, a comenzar con algo que no está en ese disco en absoluto, que lo comenta desde otra parte. Podría decirse que el pianista reinventa la “presentación en vivo” como un nuevo género, donde aquello que es presentado no se repite sino que es leído creativamente desde una cierta distancia. Después de “Fermín” llegó, por ejemplo, otro estreno: “Brubeck”, un tema de Iaies que homenajea a ese pianista descubierto por él, según confiesa, tardíamente, pero que desnuda, en realidad, no tanto a Brubeck como lo que se lee en él. Es, en todo caso, una mirada en la que, como en el resto de los trabajos de Iaies, Monk y sus hipótesis sobre la acentuación no están ausentes. Desde allí es de donde se llega a “Melancolía es tu nombre” –el tema que bautiza, abreviado, al disco– y al bellísimo “UMMG” de Billy Strayhorn, tocado en trío y resignificado por un trasfondo de habanera. Y aunque Bill Evans no haya sido el único en el arte del vals de jazz (que es, desde ya, una clase muy particular de vals), resulta imposible no evocarlo en esa especie de subgénero y en un tema que ya en su título “Waltz for Beatriz (Sarlo)” remite, con cariñosa ironía, al fundante “Waltz for Debby”. Como en el disco, el momento más festivo –o donde menos evidente se hace la melancolía anunciada– es en la versión del “Himno a Sarmiento”. Lejos de la irreverencia de aquella “Marcha de San Lorenzo” de Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll, esta vez se trata, nuevamente, de la memoria: del jazz como una forma del recuerdo. Un trío sin contrabajo, en que el tambor solitario reemplazó a la batería, en “Todos sabemos que no es así”, y el dúo de piano y trompeta en “A propósito de Tommy Flanagan”, ambos temas de Iaies, llevaron al final de “Pomelo, the other Cat”, y a los reclamados bises, “Gricel”, de Mores pero también, definitivamente, de Spinetta, que la grabó con Fito Páez en La, La, La, y que la cantó más de una vez en vivo; y “Años de Soledad”, de Piazzolla, en una mirada, curiosamente, mucho menos melancólica que la del original.
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