“Primero en la guitarra, casi sin amplificación, y después
al piano, sin micrófonos en absoluto, el gran artista brasileño dio un
concierto inolvidable, en el que se conjugaron perfección, intimidad e
intensidad emocional.” Ésta es la bajada de la nota que publicó Diego Fischerman en Página 12 de hoy, dando cuenta del
concierto que el sábado pasado dio Egberto
Gismonti en el CCK.
La belleza musical y sus fantasmas
Egberto Gismonti en estado de gracia. Es decir, uno de los
músicos más importantes de los últimos 50 años, durante dos horas, suelto, a
sus anchas, y en una sala de acústica y hermosura extraordinarias. Una sala
llena hasta el tope, con una amplificación ejemplar –es decir casi inexistente–
cuando tocó la guitarra y ninguna en absoluta cuando lo hizo al piano, un
instrumento al que el artista acarició y palmeó cariñosamente después de cada
pieza, como si se tratara de un buen cachorro. En todo caso, cualquier
concierto suyo es un acontecimiento memorable pero, en sus más de veinte
actuaciones en Buenos Aires, jamás se lo escuchó así.
Intensidad emocional, perfección e
intimidad. La posibilidad de escuchar a un gran pianista en un gran instrumento
y sin la mediación de la electrónica –es decir con todo el “fantasma” del
sonido presente y los matices y contrastes sin clase alguna de compresión– es
irreemplazable. Son muy pocas las ocasiones en que tal cosa es posible, en el
ámbito de la música artística de tradición popular, y cuando sucede se trata de
una bendición. Una maravilla que, naturalmente, condicionó todo el concierto.
La perfección fue la suya de siempre. La acústica y el instrumento hicieron que
tocara como en su casa y para sí mismo. Pero el público, sostenido en el
silencio, como por un hilo de frágil belleza, por la propia música, otorgó un
espesor emotivo único.
Gismonti habló poco. En una ocasión
para decir que siempre tenía un pie en Carmo, el pueblo donde nació. Una
ciudad, si así puede llamársela, de menos de dos mil habitantes. “Es como si en
esta sala estuviera todo mi pueblo”, concluyó. “Pienso, estaba pensando, una ciudad
que tiene dos salas, el Colón y ésta, es una gran ciudad”, dijo en otro
momento. Y al volver a su banqueta continuó, ya sin micrófono: “Y este piano”.
El resto fueron gestos admirativos. Ya no había palabras. Y en su última
alocución, ya antes de los bises, contó cuando su madre y su tía (“dos
italianas vestidas de tailleur, con las carteras apretadas bajo el brazo”) lo
llevaron al circo. El músico suele recordar que su padre, libanés, insistía en
que tocara un “instrumento serio”: el piano. Y que su madre, del sur de Italia
(“de la punta de la bota”) preguntaba: “¿Y la serenata?”.
Los dos instrumentos de Gismonti
hablan de ese cruce cultural pero, en rigor, esa idea de la música como un
territorio de diálogos culturales se extiende a todo su estilo. Especie de
polifonía radical, en su permanente juego entre diferentes voces no se trata
simplemente de melodías diversas sino, como en lo que el teórico Mijail Bajtin
observaba en la novela, de la coexistencia de distintos códigos lingüísticos:
lo rústico y lo elegante; lo “alto” y lo bajo”, lo lírico y lo percusivo. En la
música de Gismonti siempre hay varios personajes –y varias músicas– hablando.
Un diálogo de riqueza inaudita que sólo es posible, además, por una técnica
excepcional. Y es que difícilmente haya otro capaz de pulsar con su mano
izquierda un bajo de frevo sobre el diapasón de la guitarra mientras la derecha
desarrolla una amplia melodía cantable intercalada con armónicos y acentos
sorpresivos. O de hacer que el piano suene simultáneamente como una banda
callejera –con una de sus manos– y como un señorial instrumento burgués –con la
otra–.
Parte del secreto de Egberto
Gismonti es haber logrado estilos y técnicas instrumentales altamente
específicos –tanto en el piano como en la guitarra explora los límites y
aprovecha todo lo que los propios instrumentos le permiten–. Y, al mismo
tiempo, incorpora con naturalidad a uno lo que es propio del otro. Bordonea o
acompaña con arpegios “populares” en el piano; desarrolla planos y voces
intermedias con la guitarra. Un prodigio, es claro. Pero se trata de un
prodigio que jamás se agota en sí mismo y que conduce, siempre, a un resultado
estético. A lo largo de un concierto reconcentrado y exquisito, el músico
recorrió algunos de sus temas más queridos –“Infancia”, “Cego Aderaldo”, “Agua
y vino” en el final–, tuvo como sombra –o espejo– al buen y viejo Villa-Lobos y
homenajeó, casi en secreto, a Charlie Haden, cuyo coral “Silence” mechó con uno
de sus temas. El público lo ovacionó de pie. La emoción era compartida por el
artista, de pie y con su cabeza inclinada, y por quienes agradecían su música.
Fueron dos horas irrepetibles. Y no fue más porque, ya se sabe, todo, en algún
momento, termina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario