En Página 12 de hoy, Diego Fischerman ofrece su lectura del show que John McLaughlin ofreció en el teatro
Gran Rex el viernes 1 de abril pasado
La esencia de un guitarrista fiel a sí mismo
Podría
parafrasearse aquel viejo aforismo de Gertrude Stein referido a las rosas:
McLaughlin es McLaughlin es McLaughlin. Posiblemente se trate del fundador de
la guitarra eléctrica moderna en el jazz. Su estilo quedó rápidamente diseñado
y cristalizado a comienzos de la década de 1970. Sus divisiones rítmicas
basadas en modelos de la música india (talas) y su aplicación a un estilo
explosivo, donde la velocidad, lejos del mero exhibicionismo, tiene que ver con
un concepto musical que resulta, además, indivisible de su propia identidad,
están presentes desde sus primeras grabaciones solistas en los Estados Unidos
(su período inglés muestra una estética algo diferente, más ligada a la
tradición de guitarristas como Tal Farlow o Jimmy Rainey). Y ahora, con un grupo
de instrumentistas muy jóvenes, el músico de 74 años muestra exactamente
aquello que constituye su esencia desde siempre. No hay nada allí que no
pertenezca a McLaughlin. Y nada hay de McLaughlin que no esté allí.
Sin
sorpresas, podría sintetizarse, pero sin decepciones. The 4th Dimension, con
algo de Shakti en sus “talas” vocales y mucho de la Mahavishnu , en la
puesta en escena del virtuosismo como una de las bellas artes, es el continente
ideal para su fraseo pulcro, perfeccionista y poderoso. El timbre de su
guitarra –como el de Clapton, Jeff Beck o Jimi Hendrix– sigue siendo,
eventualmente, uno de los bienes de la humanidad. Ya su primera nota, en
“Guitar Love” –un tema incluido en Now
Here This, el segundo de los cuatro discos de la banda, publicado en 2012–,
condensaba ese universo capaz, como las estrellas muy viejas, de contenerse a
sí mismo en el espacio –o en el tiempo– de unos pocos segundos. Su sonido
actual, de muy alto octanaje, recorre, en todo caso, los bordes más cercanos al
metal de su enciclopedia. Las generosas dos horas y media de la presentación,
recorriendo gran parte del repertorio del grupo y algunos clásicos como “The
Creator has a Master Pan”, esa especie de variación naïf de “A Love Supreme” de
Coltrane con la que Pharoah Sanders abría su álbum Karma, de 1969, resultaron tan excesivas para quienes buscaban
novedades –y es que, en efecto, los mecanismos formales y de desarrollo son muy
similares en todos los temas– como escasas para sus admiradores, que
ovacionaron al antiguo guitarrista de Miles Davis como un verdadero héroe pop.
Si
en McLaughlin el dominio de su instrumento está lejos de ser una cuestión
menor, no lo es menos en sus compañeros de equipo. El indio Rajit Barot, con
una técnica heterodoxa, toca con un impulso fenomenal y es capaz de las
subdivisiones rítmicas más sorprendentes. Gary Husband, un tecladista notable,
se destacó también en sus dos intervenciones en la batería y el bajista Etienne
Mbappe, con un uso experto del slapping, fue del funk al lirismo y de allí a la
vorágine con fluidez y solvencia. Pero es en el ensamble colectivo de esas
virtudes donde el cuarteto, que ya lleva nueve años de actividad –e imbatible
conocimiento mutuo– se destaca entre otros, excediendo con el mero tributo a un
estilo del pasado. El duelo percusivo entre Husband y Barot, sobre un ostinato
irregular, en “Echoes fron Them” y el bello “Little Miss Valley” (un “casi”
blues que McLaughlin había grabado en su disco en vivo en Tokio, con Joey De Francesco
en órgano y Dennis Chambers en batería) destacaron en una noche con mucho de
reencuentro –habían pasado 22 años desde la visita anterior de McLaughlin con
un grupo propio y 20 desde su actuación con Paco De Lucía y Al Di Meola– y de
confirmación de antiguos –e imperecederos– amores.
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