Como suele suceder a esta altura de
diciembre, Diego Fischerman publicó
en Página 12 de hoy un resumen de lo
que ocurrió en materia de jazz este año que termina.
Una temporada de artistas excepcionales
Más allá del buen nivel
de las visitas internacionales, este año dejó una extraordinaria impresión en
lo que hace a la producción argentina. En vivo y en discos, hubo creatividad,
variedad de propuestas y, lejos del último lugar, calidad de músicos y músicas.
No en todas partes se hace jazz. Y no todas las ciudades
tienen un festival oficial dedicado al género y, además, con una abrumadora
mayoría local. Parece una obviedad pero la realidad argentina en la materia, la
creatividad, la variedad de propuestas y, lejos del último lugar, la calidad de
los músicos y músicas que aquí se producen son absolutamente excepcionales.
Parece natural. A nadie le extraña que aparezcan discos como Black Soul, del quinteto de Mariano
Loiácono, o que ese grupo llene hasta el tope los clubes donde toca, cada vez
que lo hace. Como si fuera algo dado de antemano.
Lo cierto es que hay una
larga tradición detrás de este mapa actual, sustentada en nombres como los de
Oscar Alemán, el Mono Villegas o el Gato Barbieri pero, también, en los de una
generación que sistematizó saberes y que los supo compartir. La carrera del
Conservatorio Manuel de Falla y la actividad de maestros como el recordado
Walter Malosetti, o, más cerca, el pianista Ernesto Jodos, tienen mucho que ver
con que la formulación “jazz argentino” no suene absurda. En todo caso, el
hecho de que la conjunción de esas dos palabras tenga un sentido es la prueba
de que no se trata de clones ni reflejos deslucidos de lo que se gesta en Nueva
York o Chicago sino de otra cosa. Y las características absolutamente únicas
del festival de jazz de la ciudad dan buena cuenta de ello.
Allí llegan grandes nombres,
desde ya. Este año estuvieron Branford Marsalis, en una actuación memorable en
el Teatro Colón, el trío de la notable Satoko Fuji, Manuel Rocheman, Furio De
Castri y el guitarrista Peter Bernstein, encabezando la partida. Pero lo que
acaba dándole el sello definitivo son los grupos en los que estos músicos
interactúan con los locales, las presentaciones de los discos argentinos más
importantes, la apertura estética, que hace convivir la libertad casi sin red
de Pepe Angelillo y Pablo Ledesma y las apuestas más tradicionales, y los
encargos especiales que ponen a grandes músicos ante desafíos nuevos y
estimulantes, tal como sucedió en 2015 con la pianista Lilian Saba frente a la
obra de Bill Evans. Nuevamente, son muy pocas las escenas capaces de nutrir con
brillo e interés una programación de varios conciertos diarios y a lo largo de
varios días.
Si algo ha cambiado,
eventualmente, es la proporción que ocupan los teatros y organismos oficiales.
Las grandes visitas, este año, tuvieron que ver casi exclusivamente con el
festival de jazz, con el propio Teatro Colón, que trajo a la Orquesta de jazz
del Lincoln Center conducida por Wynton Marsalis y con la nueva aparición
rutilante en el mundo de la música de la ciudad: el Centro Cultural Kirchner.
Allí tuvo lugar un fenomenal festival de pianistas, curado por el brasileño
Benjamin Taubkin, donde, además de participar infinidad de grandes músicos
locales de los géneros más variados, de Carlos “El Negro” Aguirre o Nicolás Ledesma
a Jodos, Hernán Jacinto o Francisco LoVuolo, llegaron algunos de los creadores
más importantes del jazz actual, como el estadounidense Craig Taborn o el
serbio Bojan Z, y figuras sumamente interesantes como el portugués Mario
Laginha, el panameño Danilo Pérez y el cubano Gonzalo Rubalcaba. También por
ese Centro Cultural pasaron el argentino radicado en los Estados Unidos Leo
Genovese y el guitarrista Tommy Gubitsch con su nuevo trío, que si bien se
ocupa de aclarar que lo suyo no es jazz, lo ronda inequívocamente por su
espíritu de libertad y, desde ya, por el lugar que la improvisación tiene en su
música.
También la Usina, con un
ciclo dedicado a la nueva escena del género que fue programado por Jodos,
aportó a la riqueza del panorama. Y, como casi cada año, llegó algún
guitarrista virtuoso capaz de nuclear a los fans porteños. Esta vez fue Frank
Gambale, quien integró el grupo de Chick Corea a fines de los 80. Un festival
ligado a los costados del género más cercanos al funk y el groove, organizado por
Tribulaciones, algunos outsiders como el baterista noruego Pal Nilssen-Love,
que tocó en Roseti y en la Biblioteca Nacional y dos pesos pesado, el pianista
Robert Glasper, que actuó en el Coliseo, y el cantante estadounidense José
James, que editó este año un gran disco dedicado a Billie Holiday y se presentó
en el ND Teatro, fueron lo más fuerte de la actividad privada.
Nada de todo esto tendría
demasiada importancia, no obstante, si no hubiera una actividad semana a
semana, en lugares como Thelonious, Virasoro o Vinilo, donde los referentes más
importantes del jazz argentino acercan nuevas propuestas, interactúan con un
público fiel y no cejan en sus búsquedas estéticas. La solidez del grupo del
trompetista Mariano Loiácono, la consolidación de su hermano Sebastián, en el
saxo, como un instrumentista mayor, el siempre renovado talento de Jodos y
LoVuolo –que incidentalmente están, en estos días, grabando a dúo– y fenómenos
como el del sello KUAI, que nuclea a muchos de los músicos más jóvenes, hacen que
se trate de mucho más que de conciertos sueltos y de unos cuantos muy buenos
momentos. Y en ese sentido, una producción sumamente atípica, publicada a
comienzos del año, muestra también las alturas a las que el jazz local sabe
asomarse. En La incertidumbre, un libro-disco –o viceversa– confluyen las
miradas –y las escuchas– del escritor Ricardo Piglia, el saxofonista Luis Nacht
y el artista plástico Eduardo Stupía. Una muestra más de cómo el jazz encuentra
su naturaleza, siempre, en la tensión con sus límites.