“Particularmente
inspirada, la orquesta actuó sin ninguna clase de amplificación. La posibilidad
de escuchar los timbres de los instrumentos sin mediación alguna fue un raro privilegio
posibilitado por una sala de acústica excepcional”. He aquí la bajada del comentario de Diego Fischerman, aparecido hoy en el
diario Página 12, a propósito de la actuación de la Jazz at the Lincoln Center
Orchestra del miércoles pasado en el Teatro Colón.
Una noche que quedará en el recuerdo
Si hay algo que el
jazz rechaza por principio es la idea del museo. El valor de la música se
construye, directamente, sobre las nociones de riesgo y novedad. Si hay algo
imposible en ese género es que algo suene dos veces igual. O que un músico no
esté empeñado en conseguir –y cultivar como el bien más preciado– su propio
sonido. El trabajo del trompetista Wynton Marsalis –y, en rigor, de cada uno de
los formidables integrantes de la
Jazz at Lincoln Center Orchestra– es, precisamente, negociar
con esa imposibilidad. La orquesta es, por definición, un museo sonoro del
jazz. Y de lo que se trata es de lograr lo primero sin abandonar lo segundo. Es
decir de poder dar cuenta de distintos estilos y hasta de ciertas
reconstrucciones filologistas, sin que deje de sentirse la excitación de la
improvisación y del solo y aprovechando –al fin y al cabo eso es lo que enseñó
Ellington– la diversidad de las voces personales.
En su presentación en
un Teatro Colón lleno hasta el tope, la
JLCO alternó el repertorio histórico –y la función de
mostrar, didácticamente, distintos estilos– con composiciones recientes del
propio Marsalis y de otros dos integrantes del grupo, los saxofonistas Victor
Goines y Ted Nash, quienes son, además, sus codirectores artísticos. Y si un
comienzo oficia siempre como tarjeta de presentación no es un dato menor que en
este caso en el principio haya estado un movimiento de Abyssinian: A Gospel Celebration, la obra que el trompetista
compuso para ser estrenada en 2008, en el bicentenario de la Iglesia Abisinia
de Harlem. Una refinada escritura contrapuntística y un notable manejo de los
volúmenes y tensiones de las secciones de la orquesta en una composición
modernista, ambiciosa en lo formal y plena de swing en su interpretación.
La orquesta actuó, en
esta ocasión, sin ninguna clase de amplificación y delante del cortinado
(posiblemente para neutralizar los rebotes en el sonido de la batería). Salvo
en el caso del piano, que se perdió un poco en los pasajes colectivos, el
balance fue ejemplar y la posibilidad de escuchar los timbres de los
instrumentos sin mediación alguna, con sus ataques, sus rugosidades y esa
tridimensionalidad que inevitablemente los micrófonos limitan fue, en todo
caso, un raro privilegio posibilitado por una sala de acústica excepcional. En
particular resultó revelador escuchar de esa manera el contrabajo y,
obviamente, a un contrabajista como Carlos Henriquez, con un sonido bellísimo,
una afinación sobrehumana y una infrecuente claridad en la articulación.
Entre las
composiciones nuevas, la orquesta presentó “Tryst with Destiny”, un movimiento
de la Presidential Suite
escrita por Nash y estrenada el año pasado, inspirada en la rítmica y la
temática del discurso de Jawaharlal Nehru, el primer ministro de la India independiente, en 1947.
El delicado entretejido orquestal fue el vehículo para dos de los solos más
fantásticos de la noche, el de su autor, en saxo alto, y el del trompetista
Greg Gisbert, ascético, exacto y de expresividad intensamente contenida.
Goines, como solista en saxo soprano, presentó un movimiento de Crescent City,
una suerte de concierto que se estrenó en la misma noche que la composición
anterior y que tuvo en esa ocasión, como solista invitado, a Branford Marsalis
como solista. En su papel más arqueológico, la JLCO interpretó maravillosamente “Blue Room”, un
tema precursor del estilo de la banda de Count Basie, registrado en 1932
durante la legendaria última sesión del grupo de Bennie Moten, con Hot Lips
Page en trompeta, Ben Webster en saxo tenor y el propio Basie en el piano.
También “Mood Indigo”, con el visionario arreglo original de Ellington (bronces
con sordina, y el clarinete haciendo la voz grave, por debajo de trompeta y
trombón), “Epistrophy”, de Thelonious Monk –y con un verdadero solo monkiano,
con sus rítmicas imprevisibles y sus intervalos angulares, por parte de un
Marsalis particularmente inspirado–, y “Moody’s Mood for Love”, una pieza vocal
de Eddie Je-fferson basada en el famoso solo de James Moody en la grabación de
“I’m in a Mood for Love”, registrada en 1949 junto a una orquesta sueca y cantada
con estilística perfección por los trombonistas Vincent Gardner y Elliot Mason.
Brillaron, asimismo,
movimientos de The New Continent, la
suite escrita por Lalo Schifrin para la orquesta de Gillespie, y la Canadian
Suite de Oscar Peterson. Aquí y allá, un verdadero ensayo
sobre las posibilidades de la sordina wah wah a cargo del trompetista Kenny
Rapton, la fluida digitación del pianista Dan Nimmer, Walter Blanding, otro
gran saxofonista, y la versatilidad del baterista Ali Jackson. Una pieza en
cuarteto, como primer bis, y “Flores negras”, de Francisco de Caro, en un bello
arreglo de Nash (siempre que no se tome como referencia a la difícilmente
superable versión del sexteto de Julio De Caro, grabada en 1927), completaron
una noche para el recuerdo. La
JLCO , que iba a tocar en el Colón en 2005, para el ciclo del
Mozarteum, y debido a un problema gremial debió mudarse al Gran Rex, saldó esta
vez la deuda con creces.
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