Acaba de distribuirse localmente
el último disco de Pat Metheny y Diego Fischerman lo comenta hoy en Página 12. La bajada de su artículo
dice: “El jazz puro y el ‘garage americano’ que el guitarrista siempre mantuvo
separados en sus discos confluyen aquí por primera vez. Y la música transcurre
con naturalidad entre lo finamente escrito, hasta los mínimos detalles, y la
improvisación más estricta”.
Dos mundos integrados con naturalidad
Hace 40 años hizo su aparición en
un disco, por primera vez. Aún no había cumplido 20 y el estilo de Pat Metheny
ya era reconocible. El álbum era Jaco,
del bajista Jaco Pastorius, y allí estaban también el baterista Bruce Ditmas y
el genial Paul Bley, en una infrecuente participación en piano eléctrico. Ese
mismo año, Metheny se incorporó al grupo de quien había sido su maestro en la
escuela Berklee de Boston, el vibrafonista Gary Burton, con quien grabó dos
discos extraordinarios: Dreams So Real,
dedicado a piezas de Carla Bley (como segundo guitarrista junto a Mick
Goodrick), y Passengers (con Eberhard
Weber agregándose en contrabajo eléctrico al bajo de Steve Swallow). Y en 1976
llegaría uno de los debuts solistas más deslumbrantes de la década: el notable Bright Size Life, en trío con Pastorius
y Bob Moses.
Si se escucha el puñado de
discos que Metheny publicó en esos años iniciales –la primera grabación con el
tecladista Lyle Mays, Watercolors, de
1977; New Chautauqua, un álbum a
solas con su guitarra, de 1979; y Pat
Metheny Group y American Garage,
de 1978 y 1979, donde define un imaginario musical claramente norteamericano,
que no les huye a las zonas más “bajas” del paisaje cultural– queda en
evidencia uno de los rasgos que caracteriza a una de las carreras más
deslumbrantes, ricas y variadas del jazz actual y sus alrededores. Por un lado,
una manera de frasear angular, imprevisible y, al mismo tiempo, siempre
pendiente del sentido melódico. Por otro, un concepto en la composición que
tiene como guía principal a Ornette Coleman: temas asimétricos, con preguntas y
respuestas de duraciones distintas, y una integración fluida entre la melodía y
la armonía (eso que Ornette llama “harmolodic”). Además, claro, de un abanico
de intereses que incorporó elementos del country y el folk (en particular
ciertas matrices melódicas y, claramente, la forma del rasguido de la mano
derecha) y, más adelante, polirritmias de matriz afro(sud)americanas, sobre
todo del nordeste brasileño.
Metheny jamás se conformó con
lo ya conseguido y se internó frecuentemente en terrenos más experimentales (Song X, con Ornette Coleman; más cerca
en el tiempo Tap, con piezas de John
Zorn). Llevó la aparente facilidad del sonido de su grupo con Mays a terrenos
de ultracomplejidad, como en The Way Up
(2005). Fue partenaire del compositor
Steve Reich en la obra Electric Counterpoint, de David Bowie en la música para
la película The Falcon and the Snowman
y de Milton Nascimento en Encontros e
despedidas. También lideró proyectos de una cierta ortodoxia jazzística,
como sus tríos con Charlie Haden y Billy Higgins (Rejoicing, de 1984), o con Dave Holland y Roy Haynes (Question and Answer, de 1990), su
cuarteto con Brad Mehldau en piano, y el más reciente Unity Band, con el saxofonista Chris Potter, Ben Williams en
contrabajo y Antonio Sánchez en batería. Y, lejos del último lugar en
importancia, abundó en búsquedas tímbricas que llevaron a la incorporación de
la guitarra sintetizada y, más adelante, del orchestrion.
Todas estas caras habían
estado, siempre, en compartimentos más o menos separados. Más allá de que el
estilo Metheny se filtrara en unas y otras facetas de su obra, la separación
era tal que hasta permitía fans diferenciados para unos y otros rumbos de su
carrera. En ese sentido, Kin (??), el
brillante nuevo disco que acaba de editar Nonesuch (y que Warner publicó
localmente) es un hecho trascendente. Aquí, la Unity Band se convierte
en Unity Group, y al viejo cuarteto se agrega Giulio Carmassi. Pero, sobre
todo, las distintas caras de Metheny se unen. Carmassi, un multiinstrumentista
que va del piano a la trompeta, el canto, la percusión o la flauta dulce, le
permite a Metheny, como alguna vez Pedro Aznar, contar con una paleta inmensa
de recursos. Y la música transcurre con naturalidad entre lo finamente escrito,
hasta los mínimos detalles, y la improvisación más estricta.
Como siempre en Metheny, se
trata de algo difícil de componer, casi imposible de tocar y que, al mismo
tiempo, se escucha con la mayor de las facilidades. El juego rítmico de “On Day
One”, que abre el disco, la exquisita balada –casi estática– “Adagia”, el
sentido melódico de “Born”, el ornettismo del comienzo de “Genealogy”, la
liviandad de “Rise Up”, son parte de lo que convierte a este disco en uno de
los mejores de Metheny. Está aquí el jazz más puro –y el mejor–, como en el
solo de Potter, en saxo soprano, en “Sign of a Session”, o el de saxo tenor en
“We Go On”, o el de Metheny en “Born”. Y también el “garage americano” de los
discos con Mays. Dos mundos que, esta vez, lejos de rechazarse, se integran con
naturalidad.
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