Dado que hoy Jonio González cumple 60 años, mientras los festeja en Florencia, con su legítima esposa, no vemos mejor manera de homenajearlo públicamente que reproduciendo un artículo que publicó en Cuadernos de Jazz, allá por 2007, cuando, aparentemente, todavía gozaba de todas sus facultades.
Me acuerdo de Boris Vian
¿Quién recuerda lo que es un cronopio?
Optemos, con implacable arbitrariedad, por una definición que el propio
Cortázar encontraría plausible: aquel ser merecedor de la alegría que transmite
Louis Armstrong. Ensayemos ahora una definición más científica: aquel ser que
va por el mundo buscando a sus iguales, descubriendo, con tanto desconcierto
como felicidad, relaciones insospechadas entre los hechos y las cosas. Alguien
capaz de ir más allá de la realidad y en su viaje de regreso modificar nuestra
visión de cuanto nos rodea.
Pero sobre todo se trata de seres que cuando cantan se entusiasman "de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevan en los bolsillos y hasta la cuenta de los días". Cortázar es muy generoso en su definición, hasta el punto que nos permite considerarnos cronopios sólo con ser distraídos, con disfrutar hasta la emoción escuchando Mahogany Hall Stomp, con salirnos del recorrido ordinario. En rigor, sin embargo, no es tan simple. O lo es tanto como adscribir a la patafísica, esa ciencia de las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry. Esto es, la anomalía como norma, el apriorismo por encima de todo, la refutación sistemática, o sosteniendo, como el propio Boris Vian escribe en el prólogo de La espuma de los días, que "sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. El resto debería desaparecer...".
Vian, empero, no propone abolir la realidad, sino transformarla por el método de "pensar sobre las cosas aquello que los otros no pensarán jamás", o, como ha escrito Jesús Camarero en su ensayo La espuma de Boris Vian, construyendo "un universo mágico por sus efectos, pero basado en una realidad que no puede ni debe refutar esa realidad imaginada por el autor". Sin abandonar las páginas de la citada novela, encontramos un perfecto ejemplo de esto. Consiste, sencillamente, en crear melodías tocando el pianocktail, un artilugio híbrido de piano y coctelera (de madera de arce en lo posible) con el que se consigue que a cada nota corresponda un licor o un aroma, obteniendo de ese modo un combinado que sepa a blues, u otro con sabor a pimienta y humo siempre que interpretemos Misty Morning. (Para entenderlo mejor, imagine por un instante el lector a qué sabe Black and Tan Fantasy.)
Esa autonomía del universo inventado propuesta por la patafísica (y experimentada aun inconscientemente por los cronopios), en el que las imágenes desbordan, en palabras de Camarero, "por su acumulación y su originalidad, contribuyendo de forma definitiva a cerrar el mundo imaginario conocido", Boris Vian la encontró en el jazz. Si en Cortázar éste definió la estructura de su obra magna, Rayuela, en él representó, pura y simplemente, el centro de su vida.
Nacido el 10 de marzo de 1920, el mismo día que Bix Beiderbecke, parece claro que Vian no podría haber eludido la tentación de la música: su madre, una apasionada de la ópera, decidió llamarlo Boris como homenaje a Mussorgsky y su Boris Godunov. La fortuna, que no da nada sin la promesa de arrebatarnos algo, le regaló a los doce años la enfermedad que se lo llevaría antes de que cumpliese los cuarenta, en junio de1959: un reumatismo cardiaco, seguido de una fiebre tifoidea, que le obliga a guardar cama. En el vasto imperio de su lecho de enfermo nace el amor hacia la música que marcaría su existencia y tres de los mayores demiurgos de su universo: Ellington, Armstrong y Bix. Inspirado por éste (cuyos solos aprenderá de memoria), Vian comienza a estudiar su instrumento preferido, la corneta, que bautiza como trompinette. En 1935 forma, con sus hermanos Lélio (guitarra) y Alain (batería y acordeón) y su amigo François Rostand (piano), su primera banda: Mon Prince et ses Voyous. Mon Prince era, obviamente, Boris.
Dos años más tarde se convierte en miembro del Hot Club de France, a cuya banda se une, compartiendo atril con, entre otros, Emmanuel Soudieux, uno de los contrabajistas preferidos de Django Reinhardt. Por entonces comienza su relación con Jacques Delaunay y su infinita discoteca, lo que sin duda le permite profundizar en esa deseada proyección de la realidad que se convierte en verdadera a fuerza de imaginarla "de cabo a rabo". (¿Y no es acaso el jazz la puesta en práctica, tantas veces como se quiera y de las formas que se quiera, de lo imaginado a partir de la realidad dada en la partitura? ¿No es acaso un modo, el más sublime quizá, de distorsionar las referencias, como el propio Vian pretendía en su obra literaria?) Es en esos años cuando comienza a rellenar libretas con nombres de músicos de jazz, de temas musicales, de sellos discográficos, como si la confección de listas ocultase un mecanismo capaz de reordenar el mundo, de poner por escrito los verdaderos elementos que lo componen.
Boris Vian y Duke Ellington, bien acompañados |
Sartre, Vian y Simone de Beuavoir, con señorita. |
Para Vian, como para Cortázar, el nuevo jazz, es decir el bop ("en realidad la música que sale del cerebro de Parker", según nos dice en un artículo firmado en 1949) es un modo de crear realidad dentro de la realidad, o, más exactamente, de sustituir la primera por la segunda. (Recomiendo aquí al lector que compare esta postura con la de otro enorme escritor y crítico de jazz, Philip Larkin, para quien "el jazz agonizó por culpa de tipos como Parker y Gillespie".)
Y aun así, el músico Boris Vian jamás tocará una nota de bop, sino que seguirá fiel a la música de Nueva Orleans, como puede comprobarse en Jazz and Trompinette, lanzado por Buda Musique (que recorre la trayectoria de Vian, con diferentes formaciones, de
Como escribió en 1985 Javier de Cambra, en ocasión de la publicación de los Escritos sobre jazz de Vian, para éste "el bop no es sino una prolongación revolucionaria de la gran tradición", lo que significa que el jazz constituye, por una parte, un arte "siempre futuro", y, por otra, uncontinuum, y que la distancia que separa a Buddy Bolden de Miles Davis tal vez no sea tanta, pues los une la lógica de un género que no ha dejado de evolucionar sin por ello olvidar sus raíces: "No hay la menor diferencia de espíritu", escribe Vian en 1948, "entre el viejo estilo y el bebop. Son dos fases de la evolución de una sola e idéntica cosa: la música negra." (Curiosamente, por la misma época Panassié escribía que "la música de jazz se renueva sin cesar".) Pero si profundizamos un poco en sus escritos, veremos que apegarse a Bix excusaba a Vian de seguir la estela de Miles (o de Gillespie) y ponerse así en evidencia. ¿Por qué esto último? Por una simple cuestión de dominio técnico, como nos comentaba recientemente Carlos Sampayo, pero también, como surgió en la misma conversación, por ciertos principios, llamémoslos ideológicos, que encontramos compendiados en una serie de artículos escritos para Combat entre el 11 de marzo de 1948 y el 6 de mayo del mismo año.
En estos artículos Vian sostiene, a pesar de los elogios que siempre prodigó a ciertos músicos blancos (Zoot Sims entre otros) que en última instancia estos no hicieron sino esquilmar una música que es, en esencia y por definición, negra. "La música negra está, cada vez más, atestada de elementos blancos a menudo simpáticos pero siempre superfluos, o al menos reemplazables con ventaja por elementos negros", escribe, y no tiene empacho en sostener que el lugar de Jack Teagarden en la orquesta de Armstrong era el guardarropa (esto tras alabarlo un mes antes en las páginas de Jazz Hot), o que el jazz de
Sin embargo, o por ello mismo, en el mencionado CD editado por Buda Musique, Vian y sus compañeros casi no interpretan (a excepción de "The Roof Blues o At the Jazz Band Bal"l, de LaRocca) temas al estilo de los New Orleans Rhythm Masters o los Rhythm Jugglers, sino piezas de Clarence y Spencer Williams, Ellington, Hines, Armstrong, Waller o Morton, y lo hacen como si intentaran reencarnarse en una suerte de Original Creole Jazz Band algo ralentizada. No obstante esto, la corneta y la trompeta de Vian se nos antojan absolutamente "blancas", y su sonido no recuerda tanto a su amado Beiderbecke sino a quien de algún modo sintetizó a éste con Armstrong y dejaría su huella en Davis: Bobby Hackett. Encontramos en el músico Vian la misma tendencia al legato, a la modulación sonora, a la suavidad, como si pretendiese pasar de puntillas, no dejar sombra, arder en un fuego de inmanencia sin pretender, ni por un instante, robarlo a los dioses.
Boris Vian, recordarían sus amigos, vivió por y para el jazz. Este fue su mayor
amor y su alimento, su pasión y su refugio. Si el principio que regía el arte
de Johnny Carter en El
perseguidor no era el placer
sino el deseo, cuya frustración impulsa a continuar indefinidamente con la
búsqueda, Vian, al igual que el iracundo y frágil Larkin, buscaba algo
esencial, presente y al mismo tiempo inhallable, no por perdido o inexistente,
sino por inalcanzable. Y lo halló en el jazz, ese "fuego central olvidado"
capaz, en palabras de Julio Cortázar, de devolver a los hombres "a un
origen traicionado". Como suele ocurrir con los amores verdaderos, el jazz
hizo de Vian algo más que un hombre: un alma vuelta hacia la noche luminosa.
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