Lo que sige es el comentario publicado en el día de hoy por Diego Fischerman, en Página 12, a propósito del fallecimiento de Ornette Coleman.
El músico que hizo más libre al jazz
Ornette Coleman, el
inmortal, murió ayer. Fue rechazado, en sus comienzos. Los músicos de jazz no
querían tocar con él. No sabía improvisar sobre acordes, decían. Venía de otra
parte. Llegaba desde la nada (o desde Fort Worth, Texas, que es lo mismo; según
él, “un lugar donde hay cowboys”). Y desde allí, desde ese territorio fuera del
sistema solar del jazz, apareció para cambiar la música de manera definitiva.
Hace seis años había estado en Buenos Aires. Hablaba con un hilo de voz.
Repetía dos o tres frases, hablaba de los lenguajes universales, había escapado
del hotel, se había perdido y apareció en la zona de Tigre, comiendo puchero en
una comisaría. Y tocó. Y ese estilo hecho de pequeños círculos, de espirales
alrededor de una idea, de elipsis, dibujó los nuevos límites de un universo
extraño y casi inasible.
Dicen que el trompetista Don Cherry
contaba haberlo conocido en un día veraniego de más de cuarenta grados, en
Nueva York, y él llevaba sobretodo. “La gramática del sonido, al contrario de
la de las palabras, no diferencia unos pueblos de otros: los une”, decía
Ornette a Página/12. En su disco Sound Grammar, de 2006, había dos
contrabajos, como en el grupo con el que llegó a Buenos Aires. Ese par de
instrumentos remitía a otros: las grabaciones de Charles Mingus con Oscar
Pettiford, a Ascension, de John
Coltrane (donde tocaban Jimmy Garrison y Art Davis) y, por supuesto, a lo
sucedido el 21 de diciembre de 1960,
a las 12.30, en los A&R Studios de Nueva York,
cuando improvisaron juntos dos cuartetos, uno conformado por Ornette Coleman en
saxo alto, Don Cherry en trompeta de bolsillo, Scott La Faro en contrabajo y Billy
Higgins en batería y el otro integrado por Eric Dolphy en clarinete bajo,
Freddy Hubbard en trompeta, Charlie Haden en contrabajo y Ed Blackwell en
batería, bautizando con el nombre del disco, Free Jazz, todo un vocabulario y una estética.
“Armolodía no es un estilo, sino
una concepción de la música”, explicaba Coleman, que llegó a firmar cartas con
la fórmula “armolódicamente suyo”, en aquella conversación mantenida con este
diario. Se refería a un término acuñado por él y que, más allá de sus
implicancias esotéricas, fue, según Don Cherry, “uno de los sistemas más
profundos tanto de Occidente como de Oriente”. La palabra, una obvia
combinación de armonía y melodía, hablaba en realidad de una integración entre
el papel solista y el del acompañamiento y de una disolución del peso de los
acordes en el diseño del rumbo de un tema o de una improvisación. La idea va en
el mismo sentido que otra de las marcas de fábrica de Ornette, los grupos sin
piano, un instrumento que, según él, definía demasiado el campo armónico. Una
idea compartida, en rigor, con Gerry Mulligan, que también se sentía
constreñido por el piano (a pesar de ser él mismo un excelente pianista) y se
destacó por sus grupos en que al saxo barítono y a la base se agregaba trombón
(Bob Brookmeyer), trompeta (Chet Baker o, más tarde, Art Farmer o Jon Eardley)
u otro saxo (Ben Webster, Johnny Hodges, Zoot Sims o Paul Desmond). Ornette,
que volvió a grabar con piano (lo había hecho en sus comienzos) en los
formidables dos volúmenes de Sound Museum,
registrados en 1996 junto a Geri Allen, el contrabajista Charnett Moffett y
Denardo Coleman en batería, tuvo como sus compañeros preferidos a Don Cherry y
al saxofonista Dewey Redman. No es un dato menor que el primer cuarteto de
Keith Jarrett, tal vez su discípulo más notorio en cuanto a la manera de
componer, a la asimetría de los temas y al concepto de improvisación
proliferante, haya contado con dos ornettianos, Redman y el contrabajista
Charlie Haden. “Los sonidos pasan de unos a otros”, decía Ornette, y quizá se
refiera a cómo su música, rechazada al principio con una vehemencia que en el
mundo del jazz muy pocos sufrieron –incluso por parte de los más renovadores–,
fue una de las pocas que hicieron escuela y tuvo grupos de discípulos y
continuadores, como el exquisito cuarteto Old and New Dreams, que formaron
Cherry, Redman, Haden y Blackwell a fines de los setenta.
Entre sus hijos musicales también
se encuentra Pat Metheny, quien no sólo incluye habitualmente sus composiciones
en el repertorio, sino que grabó con Ornette uno de los grandes discos de su
carrera (en realidad de la de ambos). Song
X, de 1985, es una de esas aventuras sonoras en que cada paso es, a la vez,
sorpresivo e inevitable.
Acerca del famoso adjetivo “free”
(libre), que se le adosó al género para denominar las supuestas improvisaciones
sin parámetros fijados de antemano, resulta interesante confrontar el mito con
lo que relata Cherry en las notas del libro que forma parte de Beauty in a Rare Thing, el álbum que
reúne todas las grabaciones de Ornette para el sello Atlantic: “Grabábamos todo
en una toma, la primera. Pero eso no quiere decir que llegáramos sin saber
nada. Los temas eran sumamente complejos y ensayábamos muchísimo como para
poder tocarlos precisamente así, de una vez. Eso también era la armolodía”. Al
fin y al cabo, la carrera de alguien que comenzaba con un disco llamado “algo más”
no podía parecerse demasiado a ninguna otra. Allí, en Something Else, de 1958, estaban Cherry y Haden y Higgins,
alternándose con Blackwell. Tomorrow is
the Question, The Shape of Jazz to
Come y The Change of the Century,
los tres grabados en 1959, conforman una trilogía de álbumes cuyos títulos, y
sus referencias al futuro y la revolución, resultan gráficamente transparentes.
“No me interesaba que me pagaran. Quería que me escucharan. Por eso vivo en
quiebra”, había dicho Ornette a la revista Esquire al cumplir 80 años. Allí
también afirmaba: “Uno toma el alfabeto occidental. De la A a la Z. Un símbolo adherido a un
sonido. En música tenemos las notas y el tono. En la vida tenemos la idea y la
emoción. Pensamos en ellos como conceptos diferentes. Para mí, no hay
diferencia”.
Ornette solía ser críptico al
hablar. Como un maestro derviche, sus maneras de aproximarse a la verdad (o a
sus apariencias o sus trampas) eran invariablemente ambiguas. “No trato de
complacer cuando toco. Trato de curar”, decía. Y, también: “No rechazo las
categorías: no sé lo que son”. Pionero del jazz liberado de los acordes y las
formas simétricas de la canción, pero también de la enrarecida mezcla funk que
probó en discos como Prime Design/ Time
Design (1983), creador de una de las bandas de sonido más inquietantes que
se puedan imaginar, con Naked Lunch,
para el film de Cronenberg sobre Burroughs, o cultor esclarecido de la pura
aventura sonora, como en New Vocabulary,
del año pasado, Ornette Coleman fue, mucho más que un gran saxofonista (y luego
trompetista y violinista), uno de los creadores más importantes surgidos en la
segunda mitad del siglo XX. Con él siempre se trataba de “algo más”. Y en su
música seguirá sonando, inevitablemente, algo más.
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