El pasado viernes 4 de octubre, en el teatro Gran Rex, de Buenos Aires, actuó el trío del contrabajista Ron Carter, que también integran el guitarrista Russell Malone y el pianista nicaragüense Don Vega. La actuación produjo una serie de reacciones en la prensa y en el público, que aquí comenta Jorge Fondebrider
Lo que pasa, lo deseable y lo justo
Sería muy curioso que a esta altura de la historia –considerando además sus 76 años–, alguien le pidiera a Ron Carter, un extraordinario contrabajista con muchos blasones, algún tipo de novedad. Digamos que ya hizo cumplidamente lo que tenía que hacer, integrando algunos de los grupos más notables de la vanguardia jazzística de los años sesenta y ya nos dio suficientes indicios de que, concluida esa etapa, su elección ha sido mantenerse en la corriente central del jazz, limitándose apenas a dar continua prueba de inteligencia y ductilidad. Y en eso consistió el concierto del otro día, que bien podría ser definido por su elegancia y belleza.
Y decimos más arriba que sería muy curioso exigirle otra cosa. Pero “curioso” no significa “imposible”, por lo que no debe sorprender que César Pradines, cronista del concierto para el diario Clarín, titulara su reseña “Un jazz sin grandes riesgos”, refiriéndose a lo escuchado como “un concierto sencillo y de tono algo burocrático”. O que, ya en pleno comentario, definiera al grupo como “un combo fuertemente estilístico que desarrolló solos limpios, no siempre concisos, y que se preocupó más por sus respuestas ya descubiertas que por la formulación de preguntas nuevas”. O que concluyera afirmando que “la música del trío Golden Strike se volvió un tanto previsible y eso, quizás, sea una de las mejores razones para disfrutar de ese lado del mundo tan recorrido que tiene el jazz”.
Como suele ocurrir, a la reseña de Pradines la sucedió una catarata de comentarios por parte de los lectores de Clarín. Lisandro Massa, por ejemplo, anota: “ ¿‘Sin grandes riesgos...’? ¿Desde cuándo la música tiene que tener ‘riesgos’ para ser de buena calidad? Estos snobs del jazz me tienen harto, se creen que el jazz fue inventado para ellos y por ellos. Ron Carter es un grande de la música, cuando él toca dice todo, no preciso que pseudo intelectuales de la música me digan cómo sentir, sinceramente César Padrines podrías cambiar de profesión, a nadie le gustó tu nota...”. Por su parte, José Ricardo Pupetti escribió: “Tuve el privilegio de presenciar el concierto magnífico que brindó Ron Carter junto con Vega y Malone. Entiendo que la música o la forma de interpretarla puede gustar o no. Es algo inherente al arte. Pero calificar de la forma en que lo hace el cronista de este artículo es al menos imprudente e irrespetuoso. Posiblemente estime que denostar un concierto con un clima muy especial y que permitió apreciar una sensibilidad exquisita para interpretar jazz clásico lo ponga en un nivel distinto como ‘relator de espectáculos’... En realidad sus juicios de valor sólo hablan de su limitada capacidad para apreciar una acabada muestra de talento y virtuosismo”. Nanni Sansone, en cambio, elige otro tono: “¿Qué pasó Pradines? Te perdiste una cena de canje en ese boliche de jazz de Callao por ir al Gran Rex y te pusiste de mal humor ? O sos de esos que consideran que el jazz es solo del año sesenta en adelante? Aún así tenes menos jazz que los Backstreet Boys. Saludos”. Ezzio Menutti opina en una dirección parecida: “Este tipo de notas salen cuando a los invitados de prensa no les ponen catering”. Y más sintético y acaso con algún conocimiento otorrinolaringológico, Manuel Peláez informa: “Este tipo es Sordo!!!!!”. La serie de comentarios es todavía más larga y, por momentos, se pone francamente injuriosa.
Ahora bien, llegados a este punto, y conociendo la larga trayectoria de Pradines y las muchas leyendas que ha generado, la reflexión no apunta ni a Ron Carter –quien efectivamente dio un bellísimo concierto que, visto desde el punto de vista de quien busca novedades, fue conservador–, ni al comentario del diario Clarín, sino a quien le da responsabilidades periodísticas al cronista y a las reacciones que éste provoca.
Sobre lo primero sólo puedo decir que cada medio tiene su lógica y ésta, en líneas generales, suele ser perversa. La cultura, por caso, ocupa un lugar absolutamente marginal en los diarios y, en ese marco, la música uno todavía más pequeño. Siguiendo por ese camino, el jazz entonces tiene un lugar insignificante. Por lo tanto, críticos de música, en la prensa argentina, hay muy pocos; mucho menos gente que sepa leer música y, llegado el caso, tocar un instrumento, teniendo al mismo tiempo en claro la enciclopedia que plantea todo género musical. Ahora bien, no siempre saber tocar un instrumento es garantía de que quien lo haga sepa también escribir un comentario sobre lo que ocurre en un escenario o en un disco. Con lo cual, llegados a este punto, corresponde admitir que un concierto no puede medirse por lo que el crítico desea, sino por lo que efectivamente pasa. Y el crítico, entonces, debería ser capaz de describirlo, dejando para otra instancia su propio gusto porque la palabra escrita conlleva algún tipo de responsabilidad. Por caso, creo que Ron Carter no manifestó en ninguna parte –como efectivamente sí hizo su ex compañero Herbie Hancock– que apuesta al riesgo. Al no haberlo hecho, su música podrá gustarnos más o menos, pero no nos decepciona. En cambio, en el caso de Hancock sí podemos sentirnos decepcionados porque la invocación al riesgo, a una modernidad mal entendida, estuvo efectivamente en varias de las entrevistas que dio y cuando ese riesgo no se cumple nos autoriza entonces a juzgarlo desde esa perspectiva.
Sobre lo segundo, quisiera manifestar que todo el mundo está en su derecho de protestar y quejarse por un comentario con el cual no coincide. Al haber estado presentes en el espectáculo y al ver una crónica de éste con la que no coincidimos en un diario de circulación nacional (o, llegado el caso, en una revista o en un blog), sentimos irritación y lo primero que nos irrita es la firma. Existen formas de responderle a esa firma sin necesidad de apelar a la descalificación o al insulto personal. Pero hacerlo implica algo más que una rápida sarta de malas palabras escudados por el ciberespacio. Habría que ponerse a pensar cómo desarmar esa argumentación que juzgamos falaz y luego redactar algo en consecuencia, lo cual lleva algo de tiempo. Pero, convengamos, sería lo justo.
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