lunes, 4 de abril de 2016

John McLaughlin en el Gran Rex, por Diego Fischerman

En Página 12 de hoy, Diego Fischerman ofrece su lectura del show que John McLaughlin ofreció en el teatro Gran Rex el viernes 1 de abril pasado

La esencia de un guitarrista fiel a sí mismo

Podría parafrasearse aquel viejo aforismo de Gertrude Stein referido a las rosas: McLaughlin es McLaughlin es McLaughlin. Posiblemente se trate del fundador de la guitarra eléctrica moderna en el jazz. Su estilo quedó rápidamente diseñado y cristalizado a comienzos de la década de 1970. Sus divisiones rítmicas basadas en modelos de la música india (talas) y su aplicación a un estilo explosivo, donde la velocidad, lejos del mero exhibicionismo, tiene que ver con un concepto musical que resulta, además, indivisible de su propia identidad, están presentes desde sus primeras grabaciones solistas en los Estados Unidos (su período inglés muestra una estética algo diferente, más ligada a la tradición de guitarristas como Tal Farlow o Jimmy Rainey). Y ahora, con un grupo de instrumentistas muy jóvenes, el músico de 74 años muestra exactamente aquello que constituye su esencia desde siempre. No hay nada allí que no pertenezca a McLaughlin. Y nada hay de McLaughlin que no esté allí.

Sin sorpresas, podría sintetizarse, pero sin decepciones. The 4th Dimension, con algo de Shakti en sus “talas” vocales y mucho de la Mahavishnu, en la puesta en escena del virtuosismo como una de las bellas artes, es el continente ideal para su fraseo pulcro, perfeccionista y poderoso. El timbre de su guitarra –como el de Clapton, Jeff Beck o Jimi Hendrix– sigue siendo, eventualmente, uno de los bienes de la humanidad. Ya su primera nota, en “Guitar Love” –un tema incluido en Now Here This, el segundo de los cuatro discos de la banda, publicado en 2012–, condensaba ese universo capaz, como las estrellas muy viejas, de contenerse a sí mismo en el espacio –o en el tiempo– de unos pocos segundos. Su sonido actual, de muy alto octanaje, recorre, en todo caso, los bordes más cercanos al metal de su enciclopedia. Las generosas dos horas y media de la presentación, recorriendo gran parte del repertorio del grupo y algunos clásicos como “The Creator has a Master Pan”, esa especie de variación naïf de “A Love Supreme” de Coltrane con la que Pharoah Sanders abría su álbum Karma, de 1969, resultaron tan excesivas para quienes buscaban novedades –y es que, en efecto, los mecanismos formales y de desarrollo son muy similares en todos los temas– como escasas para sus admiradores, que ovacionaron al antiguo guitarrista de Miles Davis como un verdadero héroe pop.


Si en McLaughlin el dominio de su instrumento está lejos de ser una cuestión menor, no lo es menos en sus compañeros de equipo. El indio Rajit Barot, con una técnica heterodoxa, toca con un impulso fenomenal y es capaz de las subdivisiones rítmicas más sorprendentes. Gary Husband, un tecladista notable, se destacó también en sus dos intervenciones en la batería y el bajista Etienne Mbappe, con un uso experto del slapping, fue del funk al lirismo y de allí a la vorágine con fluidez y solvencia. Pero es en el ensamble colectivo de esas virtudes donde el cuarteto, que ya lleva nueve años de actividad –e imbatible conocimiento mutuo– se destaca entre otros, excediendo con el mero tributo a un estilo del pasado. El duelo percusivo entre Husband y Barot, sobre un ostinato irregular, en “Echoes fron Them” y el bello “Little Miss Valley” (un “casi” blues que McLaughlin había grabado en su disco en vivo en Tokio, con Joey De Francesco en órgano y Dennis Chambers en batería) destacaron en una noche con mucho de reencuentro –habían pasado 22 años desde la visita anterior de McLaughlin con un grupo propio y 20 desde su actuación con Paco De Lucía y Al Di Meola– y de confirmación de antiguos –e imperecederos– amores.

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