La voz y el temblor de Lady Day
Hay
un gesto. En realidad no es sólo ése, pero el momento en que se muerde, apenas,
el labio inferior y asiente, después de la entrada de Lester Young, condensa un
mundo. Ese instante en que apenas sonríe y se la ve inundarse de algo tan
cercano a la música –y sólo a ella– a partir de una frase de blues que Lester
repite dos veces y que toca como si no hubiera ninguna otra cosa en el mundo,
como si antes no hubiera tocado Ben Webster y no existiera nada que no fuera un
puro sonido puro; ese latido, ese mínimo temblor que ya presagia a su voz, es
Billie Holiday.
La
filmación fue realizada en diciembre de 1957 en los estudios Columbia, para un
programa de televisión. El tema es “Fine and Mellow” y esa escena, y todo lo
que la sigue (ella cantando, los solos del trombonista Vic Dickenson, de Gerry
Mulligan en saxo barítono, de Coleman Hawkins en el tenor y de Roy Eldridge en
trompeta y siempre Billie Holiday comentando para sí, con pequeños gestos, cada
una de las intervenciones) pueden verse y oírse fácilmente en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=TaPIyo51cr4).
Dos años después ella moriría, con 44 recién cumplidos. Habría, al final, unas
grabaciones –y un disco mítico, Lady in
Satin– que todos discutirían. Si existía en la realidad eso que Roland
Barthes, trasladándose a la música desde la fotografía, llamaría “el grano de
la voz”, allí estaba. En esos registros finales, tan imperfectos como geniales,
donde cada nota, a la manera del gato de Schrödindger, era a la vez muchas
notas; donde el sonido proliferaba en dimensiones múltiples, una cantante, Billie
Holiday, trascendía cualquier idea anterior acerca de la belleza y la
expresión. Esa voz era de una hermosura tal que se acercaba al terror. O lo
contrario.
Su
nombre era Eleonora Fagan Gough y nació en Filadelfia hace cien años. Su madre,
Sadie Fagan, tenía trece años y su padre, Clarence Holiday, 15. El, que las
abandonó apenas unos pocos meses después, era guitarrista y contrabajista y
había tocado con la orquesta de Fletcher Henderson. Eleonora entró, a los diez
años, en una escuela católica –de la que se escapó dos años después con ayuda
de un amigo de la madre– y para ese entonces ya había sido violada. A los 12
años se mudó con su madre a Nueva Jersey y luego a Brooklyn. Allí colaboraba
con ella en trabajos de ayuda doméstica, al principio, y luego comenzó a
ejercer la prostitución. A los 15 cantaba en clubes y tres años después, el
productor John Hammond, manager de Benny Goodman, simpatizante del Partido
Comunista, luchador por los derechos civiles de los negros y gestor de su
inclusión en la banda de su representado –donde tocaron Teddy Wilson y Charlie
Christian– escribió sobre ella en una columna que tenía en un diario. Y llevó a
Goodman a verla. El clarinetista la incluyó como solista en su grabación de
“Your Mother’s son-in-law”, realizada el 27 de noviembre de 1933.
Fue
una vida veloz. En la mejor tradición de las grandes cantantes de blues, como
Bessie Smith y Ma Rainey y, sobre todo, teniendo en el oído el sonido de Louis
Armstrong, Billie Holiday ya era una celebridad antes de cumplir veinte años. Y
en poco más de dos décadas desarrollaría una de las carreras más
extraordinarias del jazz. Ahora, varios sellos discográficos festejan el
centenario de su nacimiento con ediciones conmemorativas, Cassandra Wilson le
dedica su última producción y el promocionado José James hace lo propio. El
Lincoln Center, a través de su programa de jazz, tiene previsto un festival con
su nombre, que comenzará el jueves y terminará el sábado próximo con la nueva
estrella Cécile McLorin Salvant haciendo sus canciones. Y el gran director y
factótum del jazz institucional neoyorquino, Wynton Marsalis, dice a Time: “Hubo un año, cuando tenía 24, en
que sólo escuché sus discos. Escuché todo lo que cayó en mis manos. Y cada día
sólo la escuché a ella”.
En
las vidas trágicas, y la de Billie Holiday lo fue –y así lo contó en una
autobiografía que, por supuesto, no escribió ella y que, posiblemente, tampoco
dijera toda la verdad–, la anécdota corre el riesgo de suplantar aquello por lo
que se la convoca. Es decir, ni su infancia, ni la prostitución, ni las
adicciones ni la muerte joven y desgarrada alcanzarían para hablar de otra cosa
que los dolores del mundo si no fuera por su voz, por su manera revolucionaria
de interpretar, por el repertorio ejemplar (y ejemplarmente afín a sí misma)
que eligió y por ese puñado de registros inigualables e indudablemente vivos
más de medio siglo después, desde los fundacionales en los sellos Columbia,
Brunswick, Vocalion y Okeh, hoy publicados por Sony –entre los que están los
realizados, en estado de gracia, junto a los grupos que para ella juntaba Teddy
Wilson–, hasta los finales, en Decca y Columbia, pasando por su período en
Commodore –allí grabó “Strange Fruit”, la canción que la revista Time entronizó en 1999 como la mejor del
siglo– y su largo paso por los sellos de Norman Granz –hoy editados por Verve–.
Hay
muchas canciones. Y hay más, mucho más, que una interpretación memorable. Frank
Sinatra, cuya voz y estilo mal podrían asimilarse a los de Billie Holiday,
decía sin embargo que ella era el ejemplo. Y es que nadie había logrado, como
ella, apropiarse hasta tal punto de cada canción. Hacer que esas palabras
pudieran significar tanto. “Un fruto extraño cuelga de los árboles del Sur
galante./ Un cuerpo negro que se balancea en la brisa como en una pastoral/ los
ojos saltones, la boca en una mueca/ el aroma dulzón de las magnolias y la
carne quemada/ que a los cuervos les gusta picotear/ a la lluvia empapar y al
viento balancear/ es el fruto de una amarga cosecha”, había cantado en 1939. Es
posible que esa canción, escrita por Abel Meeropol, un maestro de escuela judío
y comunista, haya sido la mejor del siglo XX. Lo que es seguro es que esa vez,
como tantas otras, hubo una casualidad que cambió la historia para siempre.
Meeropol, que escribía canciones con el seudónimo de Lewis Allan, compuso su
“Strange Fruit” luego de ver la foto de un negro linchado. La cantaba en los
mitines políticos que hacían en el Café Society, un bar del Greenwich Village.
Ese fue, también, el primer lugar fuera de Harlem donde cantó Billie Holiday.
Meeropol le hizo escuchar su canción y ella no se entusiasmó mucho. Sin
embargo, consultó con sus músicos y dijo que podía hacerla, aunque no de esa
manera “blanquita” –podría suponérsela, en esa primera encarnación, más cerca
de las canciones de Kurt Weill y Bertolt Brecht que del blues–. El dueño del
Café Society quería que Billie Holiday cerrara su show con esa canción. A
oscuras y con apenas un foco sobre su cara. Ella la hacía en la mitad de su
presentación. Alcanzaba. El café se llenaba. La revista Time, la misma que sesenta años después la llamó “la mejor del
siglo”, publicó en ese momento una pequeña columna lamentando que la
politización hubiera llegado al jazz y opinando que “Billie Holiday seguramente
no entiende la letra que canta”. Otro gesto: los dientes apretados. Así cuentan
que ella cantaba la historia de ese fruto extraño. Entendía la letra y la
trituraba entre sus dientes y con los párpados entrecerrados. Y, qué duda cabe,
la canción nunca habría sido lo que fue sin ella cantándola de esa manera. El
jazz no sería lo que es, en todo caso, sin esa mujer a la que llamaron Lady Day.
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