jueves, 30 de junio de 2016

¡Ches Smith, Craig Taborn y Mat Maneri hoy en el CCK!

El siguiente artículo, publicado sin firma en el diario Página 12 de hoy, da cuenta de la presentación que hoy realizará el trío conformado por Ches Smith, Craig Taborn y Mat Maneri en el Centro Cultural Kirchner y también adelanta parte de la programación de este año en esa misma institución. En la bajada se lee: “El grupo, conformado no sólo por tres virtuosos sino por músicos de gran apertura y riqueza de horizontes, presentará el material de una de las mejores ediciones en lo que va del año, The Bell, publicado por el sello ECM. El trío también ofrecerá una clase magistral”.

Para quienes todavía lo llaman jazz

“Todavía lo llaman jazz” fue el título de uno de los mejores programas radiales dedicados alguna vez a ese género. Lo conducía Jorge Andrés, que había sido crítico de la revista Análisis y del diario La Opinión. Y treinta años después, la formulación sigue vigente. Algo hay, en esas músicas desafiantes, muchas veces resistentes a las clasificaciones y con certeza incómodas para cualquiera que piense que las músicas son inmutables, que hace que esa pequeña palabra, surgida hace más de un siglo, continúe teniendo significado. Y hoy a las 20, en el Centro Cultural Kirchner, la actuación del notable trío del baterista Ches Smith, el pianista Craig Taborn y el violista Mat Maneri, será una de las mejores ocasiones posibles como para comprobarlo.

El grupo, conformado no sólo por tres virtuosos sino por músicos de gran apertura y riqueza de horizontes, presentará el material de una de las mejores ediciones en lo que va del año, The Bell, publicado por el sello ECM. Y además dará una clase magistral mañana, de 17 a 19 horas, en el mismo centro cultural y también con entrada gratuita. Smith, percusionista de los grupos de John Zorn, Wadada Leo Smith, y del Snakeoil de Tim Berne, entre muchos otros, es posiblemente uno de los músicos más reconocidos por sus colegas y, al mismo tiempo, con un perfil más bajo para sus oyentes. De hecho este trío, junto al excelente grupo These Arches –donde tocan la guitarrista Mary Halvorson y el saxofonista Tony Malaby– es uno de los escasos proyectos en que su nombre figura al tope del cartel. Taborn, uno de los pianistas más importantes de su generación, y Maneri, que con un instrumento atípico para el jazz como es la viola, ha sido compañero de ruta de artistas como Cecil Taylor, Matthew Shipp, Paul Motian, Gerald Cleaver, Berne y Michael Formanek, inteactuan con Smith en una música con un fuerte sesgo experimental donde se integran células repetitivas, un exquisito manejo de los silencios y un especial énfasis en las texturas.

La actuación del trío forma parte de una muy buena programación que ya ha contado con las presencias del contrabajista Devin Hoff y el clarinetista Ben Goldberg y que incluirán las visitas de Tim Berne (el 24 de septiembre) y de la genial pianista Marilyn Crispell (el 5 de noviembre). Más allá de algunas presencias inexplicables en el área curatorial, y de una retórica tan injustificada como antiestética, empeñada en borrar todo signo de la gestión gubernamental que creó y puso en funcionamiento el centro, por la cual Kirchner se llama CCK, la Ballena Azul es la Sala Sinfónica, los conciertos son “contenidos federales” y los funcionarios se deleitan con palabras como “sinergiar”, el Kirchner ha encarado una tarea mayor en el campo del jazz, dando una participación de importancia a los músicos argentinos y a la tarea docente, capitaneados por el gran pianista Ernesto Jodos, quien es además el director de la carrera de jazz en el Conservatorio Manuel de Falla. En julio estarán presentes, por ejemplo, Manuel Ochoa y Pepi Taveira Cuarteto, Adrián Iaies y Jorge López Ruiz Cuarteto y el pianista cordobés Eduardo Elía. También continuará, todos los miércoles a las 19, Jazz, ciclo de compositores, dedicado a la difusión de nuevas composiciones, donde actuarán el trío de Guillermo Romero, el del contrabajista Hernán Merlo, Juan Carlos “Mono” Fontana y el trío del saxofonista Ricardo Cavalli. Otra de las actividades importantes es el ciclo Residencias Jazz, que vincula a estudiantes argentinos del género con grandes maestros norteamericanos, y que se realiza en colaboración con la Embajada de los Estados Unidos. Con la curaduría de Jodos, la dinámica de los encuentros consiste en la interacción del maestro invitado con los ensambles de estudiantes de la Carrera de Jazz del Conservatorio Superior Manuel de Falla, encuentros que culminan con una presentación conjunta en el Centro Cultural Kirchner.


miércoles, 29 de junio de 2016

Nuevo álbum de Pat Metheny comentado por Diego Fischerman

“Con su grupo –aquí ampliado– aúna el viejo espíritu de los cuartetos y el estilo más desembozado de sus proyectos más abiertamente jazzísticos”, escribe Diego Fischerman en Página 12 de hoy, a propósito del último disco de Pat Metheny.

 

Sutileza e intensidad


Mucha música –o mucho de lo que el ser humano hace sobre la Tierra– no llega a acercarse a lo que se enuncia. Y, para peor, muy pocos, empezando por el propio artista, perciben esa diferencia. Por fortuna, existe, también, lo contrario. Aquellos que hacen grandes obras a partir de declaraciones pequeñas. Borges, y sus aparentemente insignificantes cuentos de cuchilleros o de sueños y de espejos, es un ejemplo inmejorable en el campo de la literatura. Y tal vez no haya mejor encarnación posible, en el terreno del jazz, que Pat Metheny. Muy pocas veces, en todo caso, tanta técnica, tanto buen gusto y tanta elaboración rítmica y contrapuntística está puesta tan al servicio de la facilidad. De la supuesta falta de grandes aspiraciones. En pocas músicas, en todo caso, la complejidad de factura es un vehículo tan natural para la sencillez de lo que se escucha.

Unity Sessions es su nuevo disco para el sello Nonesuch, con el cuarteto con el que, de alguna manera, aúna el viejo espíritu de los cuartetos con Lyle Mays en los teclados y el estilo más desembozado de sus proyectos más abiertamente jazzísticos, incluyendo el extraordinario –y posiblemente subvalorado– Song X que grabó junto a Ornette Coleman. Chris Potter en saxo tenor y soprano, clarinete bajo y flauta, Antonio Sánchez en batería y cajón y Ben Williams en contrabajo y bajo eléctrico conforman el núcleo del grupo. No es un dato menor que Metheny incluye en un saxo en la banda por primera vez desde sus grabaciones con Michael Brecker y Dewey Redman, para el disco 80/81. Y se agrega además un quinto elemento, uno de esos músicos multifuncionales –como alguna vez fue para él Pedro Aznar– que tanto le gustan, Giulio Carmassi, quien toca piano, fluegelhorn y sintetizador, canta y, como si fuera poco, también silba.


La idea del disco, que es en rigor la banda de sonido de un video que se editó conjuntamente, fue alquilar un teatro al final de una gira, montar allí un estudio de grabación y cerrar el capítulo con un registro de lo que allí había sucedido musicalmente –y de lo que sucede cuando una banda de grandes músicos lleva un tiempo tocando juntos–. Algún antiguo tema –el bellísimo “Two Folk Songs 1”, que abría 80/81–, una notable zapada alrededor de “Cherokee” y una mayoría de temas de Kin, el álbum que habían presentado en la gira, deja lugar para el lado más introspectivo de Metheny, con puntos altísimos como “Adagia” y un medley casi íntimo, donde enhebra varios de sus temas ejemplares: “Phase Dance,” “Minuano (Six Eight)”, “This is Not America “ y “Last Train Home”. Más allá de que varias de las composiciones están incluidas en el disco anterior, la intensidad, la sutileza, la interacción de Metheny coon cada uno de los otros integrantes pero, sobre todo, con Potter y Sánchez, hacen de estas “sesiones” un umbral a tener en cuenta. La originalidad del cuarteto –esta vez ampliado– es, por otra parte, juntar con fluidez las dos caras del músico. Tanto el garage americano, con sus inflexiones folkie, ese rasguido que Metheny incorporó al mundo del jazz, e incluso las rítmicas latinoamericanas que le vienen de su enamoramiento por Brasil y, también, el diálogo creativo con la tradición del bop, es decir todo eso que, a falta de palabras mejores, se sigue llamando jazz moderno.

miércoles, 1 de junio de 2016

Jonio González se interna en un laberinto con los ojos cerrados

Los lectores de este blog ya saben quién es Jonio González y cómo escribe; están igualmente enterados de su pasión por el detalle y su voluntad de hacer una bandera de todas las causas perdidas. Por lo tanto, esta investigación completamente demente sobre la historia de una canción, previamente publicada en Cuadernos de Jazz, no los va a decepcionar.

Las vueltas de una canción

Intentar averiguar los orígenes de una canción popular equivale, a menudo, a internarse en un laberinto con los ojos cerrados. La tonada anónima tiene de pronto compositor con nombre y apellido. La melodía inspiradora resulta ser hija y no madre, o al revés. El camino de ida es el camino de vuelta, y a veces el jazz una parada intermedia.

Barbez
Hace pocos años, en 2007, cayó en mis manos Force of Light (Tzadik TZ 8119), de Barbez, un grupo de lo que se ha dado en llamar avant rock o post rock (una suerte, en definitiva, de rock progresivo pasado por diversos tamices y que suele asociarse al jazz de vanguardia) del que lo desconocía todo salvo que John Zorn había puesto el ojo en él, lo cual suscitaba en mí, más que confianza, una esperable curiosidad. Lo de que se incribiría en la corriente de la música radical judía lo daba por hecho, pero aun así me sorprendió, y emocionó, escuchar la voz de Fiona Templeton recitando poemas de Paul Celan, entre ellos el estremecedor Shibboleth, de De umbral en umbral (“Pon tu bandera a media asta, recuerdo. A media asta el día de hoy y siempre”). Por lo demás, la propuesta musical de Dan Kaufman (guitarrista, productor y compositor de todos los temas), Dan Coates, Danny Tunick, Peter Hess, etc., me parecía sumamente inspiradora. Decidido a investigar un poco, recalé en su segundo disco, homónimo como el primero y lanzado en 2004 por Important Records (imprec036). En él la impronta klezmer es menor: composiciones de Brecht y Weill, canciones populares rusas, vodevil, menos preocupación por elaborar atmósferas (principal característica de Force of Light) que por pulir arreglos. Luego, como demasiado a menudo ocurre, el entusiasmo decreció y mis oídos fueron en busca de nuevos sonidos o a refugiarse en los sonidos conocidos.

No obstante, es sabido que el pasado siempre vuelve, y en lo que atañe a mi relación con Barbez lo hizo, a finales de 2013, en la forma de su último disco, Bella Ciao (Tzadik TK 8180). En él Kaufman se  inspira en las escalas y melodías tradicionales judías propias de Italia (y más concretamente de Roma), donde esta comunidad, que no llegaba a los cuarenta y cinco mil individuos, fue perseguida, deportada, asesinada. Y lo hace tras entrar en contacto con el etnomusicólogo Leo Levi y, sobre todo, con Elio Piattelli, que han dedicado una parte importante de sus esfuerzos a conservar la tradición oral judía italiana, incluida la musical. El disco, que recoge poemas, recitados nuevamente por Fiona Templeton, de Alfonso Gatto (“Un ser humano grita, luego nada, sólo la nieve...”) y Pier Paolo Pasolini, destila dolor, melancolía, gravedad, solemnidad incluso, pero también energía, como si de tanto sufrimiento también pudieran extraerse fuerzas.  Y una parte importante de esa energía la reflejan las alusiones a la resistencia partisana, la principal de las cuales, naturalmente (al menos en principio), es la canción que da título al álbum, en una interpretación estremecedora de Dawn McCarthy.

Yo no conocía otra versión jazzística de Bella ciao que la profundamente melancólica de Giovanni Mirabassi en Avanti! (Sketch SKE 333015), y es cierto que la de Bartez, gracias en buena medida al clarinete de Peter Hess, imprimía a la melodía unos acentos klezmer que, dado el contexto, parecían lógicos. Y ahí quedó la cosa: otro bello e interesante disco del grupo que lidera Kaufman y una muestra más de las inquietudes llamémoslas raigales de éste. Con un merecido recuerdo a los luchadores por la libertad.

Tiempo después, sin embargo, topo con una preciosa versión de Bella ciao a cargo de la gran Lucilla Galeazzi. Y el sin embargo viene a cuento de que de pronto Paolo Rocca se hace cargo de un solo de clarinete en el que parece concentrarse toda la tradición de la música judía. ¿Meras casualidades melódicas?  Tal vez. O tal vez no.


UN POCO DE HISTORIA
Bella ciao, como suele ocurrir con las canciones populares, tiene un origen incierto. Quizá, por la letra, éste se encuentre en Fior di tomba, o, por la estructura, en una canción infantil, La me nòna l'è vecchierella, las cuales habrían dado paso, hacia finales del siglo XIX, a Alla mattina appena alzata, o Lavoreremo in libertà, o, para añadir un poco más de confusión, Bella ciao, que cantaban las jornaleras que trabajaban en los arrozales del valle del Po y cuya letra ya reclamaba justicia (“Ma verrà un giorno che tutte quante lavoreremo in libertà”). Considerada por todo el mundo el himno de los partisanos, Bella ciao se apropió de Alla mattina..., alguien (hay quien sostiene que el más tarde periodista Enzo Biagi) modificó su letra y acabo convertida en un himno internacional contra la opresión (algunos incluso creen saber el nombre de su autor: el campesino y partisano Vasco Scansani, de Gualtieri, Reggio Emilia, y hasta la fecha en que la escribió: 1951).

Sin embargo, no siempre fue así. Es cierto que se trataba de una canción de la resistencia italiana, pero sólo en el centro de Italia, en el Lazio, Abruzzo, la Emilia, y entre los años 1944 y 1945, y ni siquiera fue la preferida de los partisanos, que en su mayoría al parecer se inclinaban por Fischia il vento, basada en una canción rusa (Katiuscia) de 1938 y con una letra que aludía claramente al imaginario comunista (“Conquistar la roja primavera”, “El sol del porvenir”, etc.). Y, de acuerdo con el historiador Cesare Bermani, fue precisamente esta razón, y la necesidad de democristianos, socialistas y militares de consensuar un himno de lucha contra el invasor que, de paso, dejara fuera a los comunistas, lo que llevó en 1964, casi veinte años después de terminada la contienda, a los responsables de Il Novo Canzionere Italiano a presentar en Spoleto un espectáculo con el título Bella ciao, que se abría con la versión de las jornaleras y se cerraba con la de los guerrilleros, trasformándose así en un homenaje cantado a “la república nacida de la resistencia”. Es decir, la resistencia como reflejo de la unidad de los partidos en torno a la constitución republicana. Un ejemplo más, sencillo, directo, de que la historia, en el fondo, es una serie de inventos.


DEL LAZIO A NUEVA YORK PASANDO POR ODESSA
Lo que ciertamente no puede tacharse de invento es la grabación, en octubre de 1919, de una canción titulada Koilen por el acordeonista, gitano y cristiano, nacido en Odessa y dueño de un restaurante en Nueva York Mishka Ziganoff e incluida en Klezmer-Yiddish Swing Music (Forever Gold FG336, 2005). Como tampoco es un invento que Koilen se asemeja enormemente a Bella ciao, o a Alla mattina appena alzata, o quizá incluso a La me nòna l'è vecchierella. Por supuesto, Koilen es, a su vez, una reelaboración de una vieja canción yiddish, Dus Zekele Koilen (Una bolsita de carbón), de la que existen al menos dos registros, uno de 1921 por Abraham Moskowitz, y otro de julio de 1922 por Morris Goldstein, en el que la canción, con un principio idéntico al de Bella ciao, aparece con el título Dus Zekele mit Koilen y Abe Schwartz como autor de la letra (Victor 73277).

¿Cuál es, pues, el origen de Bella ciao? Resulta casi imposible saberlo. Por una parte, el folklore yiddish, según sus estudiosos, recibió múltiples influencias, tanto de las tradiciones musicales rumana y búlgara, como de la música árabe, la gitana, la provenzal. No es casual, en este sentido, que hasta el himno nacional de Israel, el Hatikvah, derive de una canción italiana del siglo XVII, La Montovana, compuesta por el tenor Giuseppe Caesi y recogida por Smetana en una de sus suites orquestales. Por otra parte, ¿es posible que una canción campesina pasara al acervo musical de un pueblo que no tenía derecho a poseer tierras? Evidentemente, sí, pues los intercambios, siquiera comerciales o de intercambio, tenía que ser múltiples, y por ello mismo no debe extrañar que esa melodía, en su nueva versión, llegase a Odessa o donde fuera que el bueno de Ziganoff y otros la escucharan. ¿Y lo contrario, esto es, que los campesinos italianos adaptaran para crear una canción infantil una melodía del folklore judío, con el que apenas tenían contacto? A priori, parece más difícil, entre otras cosas por el aislamiento cultural en que vivían, y eran obligados a vivir, los israelitas, por no mencionar que, en Italia, para mediados del siglo XIX estos, cuyo número no llegaba a cincuenta mil, estaban instalados casi exclusivamente en las grandes urbes, en especial Roma.

Modena City Ramblers
Como quiera que sea, judía o italiana, Bella ciao siguió andando, convertida ya en un himno emblemático a la libertad (en muchas ciudades europeas se entonaba en las manifestaciones contra la guerra de Iraq, nos recuerda Marco Toscano, un estudioso de sus orígenes). Puede escucharse en versiones tan distintas como las de Yves Montand, Mercedes Sosa, Milva o grupos que, como los Modena City Ramblers o Les Anarchistes, apoyan causas políticas alternativas. O como la de Goran Bregovic, que la agitana a voluntad. O como la de Nicoletta Umili, que acompañada por el acordeón de Tom Torriglia la descarna en busca de su esencia. O como la de Underground System, que combinan post punk con afro beat y funk al mejor estilo Fela Kuti.

Quién sabe, quizá dentro de unos años alguien busque de nuevo los orígenes de Bella ciao y llegue a la conclusión de que hay que buscarlos en el folklore yoruba. Será entonces cuando de nuevo alcance aquello que pregonaba Manuel Machado acerca de las coplas, que no son coplas hasta que las canta el pueblo, y que cuando el pueblo las canta ya nadie sabe su autor.


Barbez:

Lucilla Galeazzi
  
Misha Ziganoff


viernes, 20 de mayo de 2016

The Bad Plus con Joshua Redman en el Teatro Coliseo, por Diego Fischerman



“La agrupación integrada por Ethan Iverson, Reid Anderson y David King vio potenciadas sus virtudes habituales con el aporte del saxofonista, que se incorporó como una figura más”, anuncia la bajada del artículo de Página 12 de hoy, publicado por Diego Fischerman, quien cubrió el show de The Bad Plus con Joshua Redman en el Teatro Coliseo, el pasado miércoles 18 de mayo.



Otro lujo para un engranaje virtuoso


Es posible que no haya mayor grado de concentración y gradación de la energía que el logrado por el trío The Bad Plus junto al saxofonista Joshua Redman en el comienzo de su extraordinaria presentación en Buenos Aires. El tema era “Love is The Answer”, incluido en el primer disco del grupo, de 2001. Unos acordes del piano, casi un ostinato y siempre, como suele serlo en los temas compuestos por el contrabajista Reid Anderson, con algún elemento inquietante en una serie aparentemente previsible. Y los exactos comentarios del contrabajo y batería, nunca ceñidos al papel de “base”. Y Redman que fue agregándose –y trabajando sobre la idea de agregación– de una manera magistral. Y todo ello, hasta el mismo final, en pianísimo. Casi en susurros. Al borde de una explosión tan demorada como perfecta.

El trío es uno de los grupos más originales entre los surgidos en el siglo XXI. Pero esa singularidad está lejos del mero exotismo, de la rareza o de la fórmula ilusoria que resultaría de la suma improbable de un pianista y un contrabajista de jazz más un baterista atípico para el género. Es cierto que David King es responsable de una parte sumamente presente del genoma de The Bad Plus. Y que, aunque maneja los recursos de un baterista de jazz no toca como él. Pero no lo es menos el tratamiento del sonido de Ethan Iverson, capaz de conseguir una saturación y una densidad únicas, y un manejo de la armonía que trasciende en mucho las reglas fijadas por los herederos inmediatos del bop. En todo caso su enciclopedia –y la del trío– incluye tanto el legado del jazz como el de la experimentadores con la masa sonora, a la manera del compositor Edgar Varèse o de su gran traductor al campo de las tradiciones populares, Frank Zappa. La prosapia del trío, por otra parte, no es ajena al jazz en absoluto pero hay que buscarla por el lado del de Ahmad Jamal, es decir de esos tríos “arreglados”, que ponen en tela de juicio la idea de solista y acompañamiento. Eventualmente, en The Bad Plus la interacción y el ajuste se convierten en materiales esenciales.

El encuentro del trío con Joshua Redman, un saxofonista de virtuosismo asombroso, capaz de saltar de los sobreagudos a los graves extremos con la más absoluta fluidez y con una riqueza de recursos de articulación y fraseo altamente infrecuente, potencia, de alguna manera las características habituales del grupo: la sorpresa, el trabajo consciente sobre el timbre (el sonido o, mejor, los sonidos de Iverson, gracias a un uso impactante de los pedales), una batería que jamás pierde de vista el papel melódico, un manejo exquisito de los matices. Y, sobre todo, de algo que bien podría ser el plus que el trío lleva en su nombre: una soberbia utilización de la tensión. En su música jamás hay una única línea de significado. Si el piano plantea una serie modal casi aérea, la batería o el saxo se ocuparán, como en el fantástico “The Mending”, de presentar otros elementos. La música será el resultado de esa combinación de voces contradictorias, o complementarias. Ninguna por separado sería capaz de dar cuenta de lo que cada tema es.

Tal vez en “Beauty Has It Hard”, el tema que cerró el concierto, donde una melodía atonal se sobreimprime a un espíritu casi de himno religioso, sea donde este modelo aparece de manera más evidente. Parece una obviedad pero si resulta imposible pensar a The Bad Plus de otra manera que como un grupo en que cada una de las partes resulta imprescindible, el disco con Joshua Redman (The Bad Plus Joshua Redman, publicado por Nonesuch) y su luminosa presentación en vivo en Buenos Aires incorporan con naturalidad al cuarto elemento. Lejos de la figura del invitado estelar, Redman se integra como una pieza más –e igualmente irremplazable– de un engranaje virtuoso. En la actuación porteña fue también esencial el muy buen sonido (aunque el piano, bastante baqueteado, dejó bastante que desear) y no desentonó, por su parte, la presentación del grupo local Klak, abriendo el juego con composiciones interesantes y un muy buen desempeño del vibrafonista Fabián Keoroglanian y el saxofonista Santiago Kurchan.


lunes, 16 de mayo de 2016

Santiago Giordano entrevista a Joshua Redman

Santiago Giordano publicó hoy en Página 12 la siguiente entrevista con Joshua Redman, quien se presentará el miércoles próximo con The Bad Plus en el Teatro Coliseo.

“Quiero mantenerme en un estado de experimentación y búsqueda”

Todo comenzó, como tantas cosas en el jazz de las últimas tres décadas, en el escenario del Blue Note. Era 2011 y The Bad Plus, uno de los grupos más creativos de jazz de entonces y ahora, invitó a Joshua Redman a compartir una serie de actuaciones en el acreditado club neoyorquino. La química hizo lo suyo enseguida, y a partir de entonces, las colaboraciones entre el trío y el saxofonista se tornaron cada vez más frecuentes, hasta llegar recientemente a un disco. Y a una gira internacional, que los trae a Buenos Aires para mostrarlo. The Bad Plus-Joshua Redman se llama el trabajo que presentarán el miércoles a las 21 en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125). “Cuando nos juntamos por primera vez ninguno de nosotros tenía idea de que este sería el comienzo de tan largo y profundo encuentro –comenta Redman en diálogo con Página/12–. Aquella vez, sólo fui y toqué, lo mejor que pude; lo tomé como un premio inesperado y me dediqué a disfrutarlo. Pero inmediatamente sentimos, tanto ellos como yo, que había algo allí. Alguna clase de conexión que teníamos que desarrollar. Entonces comenzamos, naturalmente, a tocar más y más seguido en los últimos cinco años. Llegó un punto en que dijimos: ‘Ok, sería hora de hacer un disco juntos’. Y bueno, aquí estamos, y así seguimos”.

Calidez e inmediatez podrían ser algunas de las características del sonido de Redman, saxofonista de los más celebrados de las últimas generaciones de jazzistas, heredero de la línea Sonny Rollins y dueño de una personalidad versátil, que le permitió pasar por las más variadas experiencias: probar distintas formaciones y fusionar tendencias sin moverse de su centro, que en el fondo delata una raíz bop y alrededores, sostenida por una técnica notable. En su discografía hay trabajos muy distintos unos de otros, como por ejemplo Wish (1993), en cuarteto con Pat Metheny, Charlie Haden y Bill Higgins; y Elastic (2002), con Sam Yahel en órgano Hammond, además de Bashiri Johnson en congas y Brian Blade en percusión. O, más acá en el tiempo, el sofisticado Walking Shadows (2013), con arreglos para cuerdas y la participación, entre otros, de Brad Mehldau; y el más caliente Trios Live (2014), que recoge tomas en vivo con dos tríos distintos en los que se alternan el baterista Hutchinson y los contrabajistas Matt Penman y Reuben Rogers. “Para mí es muy importante poder mantenerme en un estado de experimentación y búsqueda”, afirma el saxofonista que regresa a Buenos Aires.

–¿Qué conoce de la música argentina?
–No conozco mucho, me interesaría conocer más. Pero sí conozco un músico argentino que admiro, Guillermo Klein. Es un gran compositor.

Este encuentro con The Bad Plus inaugura para Redman otra etapa de su itinerario estético. El trío integrado por Ethan Iverson en piano, David King en batería y Reid Anderson en contrabajo, a su modo, también se caracteriza por cierta iconoclastia, por la particular manera a la que se asoman al rock, al pop e incluso a la música académica, sin dejar de resguardarse en la poderosa tradición del trío y en un sonido propio. “Para mí, definitivamente, The Bad Plus es el grupo más importante y original de los últimos quince años en el jazz”, asegura Redman.

–¿Qué fue, concretamente, lo que le atrajo de The Bad Plus para actuar con ellos?
–Varias cosas, pero fundamentalmente su sonido. La filosofía de The Bad Plus fue encontrar un sonido de grupo. Eso no es muy común en la escena del jazz actual. Y eso me atrajo mucho de ellos. Es un punto de partida diferente para aproximarse al jazz. El modo en que interactúan, el modo en que plantan el grupo, el modo en que exploran al máximo los talentos individuales siempre en función de ese sonido grupal, es algo superador. La atracción, sin dudas, pasó por ahí. Ellos tienen un sonido muy original. Desde el principio de la banda, se comprometieron para fijar ahí la identidad del grupo. Pusieron más en el colectivo que en el lucimiento personal. Y tratándose de grandes músicos, lo que han logrado es muy grande. Se conocen muy bien entre ellos, por eso han desarrollado un lenguaje tan único. Ellos están orgullosos de haber desarrollado este sonido particular, esa fuerte personalidad del grupo, este vocabulario como banda. Y ésa es su fuerza. En definitiva, cuando se piensa en grupo, todos se suben al escenario y están completamente comprometidos, completamente compenetrados en esa música que es la del grupo. Y para mí, compartir una situación como esa, es lo más distendido y lo más liberador.

–¿Cómo se insertó usted en ese sonido?
–La conexión inmediata que se dio entre nosotros tiene que ver con que ellos están muy influidos por el legado de Ornette Colemann, entre otros grupos experimentales, y también por mucha música de mi padre (Dewey Redman). Entonces, parte de mi propia herencia musical es en común con ellos, son influencias que nos identifican.

–Pero tanto en The Bad Plus como en usted, esa visión de las vanguardias históricas del jazz es muy personal...
–Ni ellos ni yo le tememos a la simplicidad. A ambos nos preocupa buscar las maneras de establecer siempre una conexión interesante con el público. The Bad Plus tiene un acercamiento musical muy generoso, especialmente respecto del público. Aun cuando toquen música muy exigente, que podríamos llamar más abstracta, la tocan con una especie de mentalidad de servicio. Quiero decir, ellos quieren decir algo, y valoran a su público, valoran la comunicación con su público. Y eso es algo que yo también valoro. Ahí se da otro gran punto de conexión entre nosotros. Digo esto porque creo que hoy en día hay mucha música de jazz que suma complejidad a la complejidad, y ahí hay un problema para comunicarse con el que te está escuchando. ¿Estás tocando realmente para ese otro, o estás tocando para superar lo que se presenta complejo, sentir que lo lograste y escucharte vos mismo?

–¿Qué cree que su sonido le aportó a The Bad Plus?
–No lo sé, ¡eso pregúnteselo a ellos!

–¿No han conversado sobre eso?
–No, nosotros solo tocamos. Pero bueno, evidentemente si han querido seguir tocando conmigo, es que sienten que algo les aporto. Pero en definitiva supongo que se trata de lo mismo que siento yo hacia ellos: nos encontramos en una manera común de entender y sentir la música.

–¿Siente que este trabajo conjunto es el de un trío más un saxofonista o es un cuarteto?
– Creo que es un cuarteto, ahora es un grupo. Tal vez cuando comenzamos tocando cada tanto era más un esquema en el que yo me sumaba a ellos, pero ahora, especialmente después de que hicimos este disco, con música nueva, pensada y compuesta para esta ocasión, realmente lo siento como un grupo. Y cada vez más.

–Ha nombrado a su padre, Dewey Redman, un saxofonista tenor fundamental en el desarrollo del jazz moderno. ¿Qué le transmitió él musicalmente?
– Yo no crecí con él. Yo me crié con mi madre (la bailarina y bibliotecaria Renee Shedroff). Pero crecí con la música de mi padre, con sus discos, entre los de otros que también admiro. Entonces sí, fue una influencia para mí como músico. No como padre, porque no llegué a conocerlo bien. Lo veía muy cada tanto, él vivía en Nueva York y yo crecí en California. Luego, ya grande, me mudé a Nueva York y empecé a establecer alguna relación con él. Para entonces, claro, yo ya tocaba el saxofón. Y toqué en su banda un par de años cuando llegué allí. Esa fue una gran oportunidad de tocar música con él, porque era tomar clases magistrales continuamente. Y también de conocerlo un poco más.

– En algún momento de su vida usted tuvo que elegir entre estudiar abogacía o música. ¿Qué lo llevó a elegir la música?
–Cuando terminé la escuela, tenía la idea de seguir la carrera de Derecho. No diría que sentía pasión por las leyes, pero en ese momento había que elegir una carrera académica, no tenía muy claro qué hacer y ese fue un camino posible. Pero ocurrió que durante ese año, luego de terminar el colegio, comencé a tocar y tocar música. Por primera vez en mi vida estaba tocando como cosa prioritaria en mi vida, toqué mucho. Me fui a Nueva York, en ese entonces por seis meses, y tuve la oportunidad de conocer mucha gente, tocar en muchos lugares, y tocar con algunos de los más grandes músicos. Estaba tocando con mis héroes y también con músicos de mi generación, y estaba viendo que era capaz de hacerlo, y que me hacía feliz hacerlo. Con lo cual la elección al final resultó natural. Porque entonces me enamoré de la música. La música entró en mi vida, y fue para siempre.

–¿Cómo fue su formación musical? ¿Se formó más en las escuelas, en los escenarios o en los estudios de grabación?
–Nunca estudié música formalmente, no fui a una escuela, no tuve maestros. Pero considero mis maestros a los músicos que escuché. Todos los grandes músicos del pasado me inspiraron, así como todos los grandes músicos con los que tuve la oportunidad de tocar. Los músicos con los que sigo tocando, todos los días, son mis maestros. Los muchachos de The Bad Plus son mis maestros. Estoy siempre aprendiendo y siempre dispuesto a aprender.

–Más allá de este encuentro con The Bad Plus y sus múltiples experiencias, ¿cuál es la formación con la que se siente su música, que su saxo funciona mejor?
–The Bad Plus es obviamente para mí un gran grupo para tocar, pero he estado en muchos otros grupos y formaciones: mi propio cuarteto, con tríos, con muchos músicos fantásticos. Con Brad Mehldau tenemos un disco por salir, por ejemplo. Lo hicimos hace algunos meses y estará para mediados de este año. Fue una colaboración fantástica, un gran momento para mi música, una gran oportunidad de expandir formas. Siempre estoy haciendo diferentes cosas, con diferentes músicos, y disfruto cada situación musical. Trato de encontrar la forma de contribuir a cada situación musical, a cada posibilidad. La mayoría de las situaciones musicales de las que participo, son para mí grandes canales de expresión y creatividad. Cada una es diferente, no hay una mejor que la otra.

–¿Qué futuro imagina para la música artística en un mundo como el de hoy?
–Oh, no lo sé. La música artística siempre nos circunda, los músicos siempre han estado alrededor de ella. Siempre habrá un público para eso. Creo que los músicos en general, y los de jazz en particular, tenemos grandes desafíos hoy. Algunos de esos desafíos tienen que ver con cambios en el negocio de la música, especialmente en la industria del disco. Otros desafíos tienen que ver con la manera en que la gente recibe información hoy, el lugar que ocupa hoy el entretenimiento, el lugar que ocupa el arte y la música. Vivimos en una cultura de superficie, de lo instantáneo, en la que es fácil que se nos pasen las cosas importantes aunque las tengamos al lado, porque estamos muy fácilmente ocupados en otras cosas. Todos estos son desafíos. Pero, al mismo tiempo, siempre habrá música artística, siempre habrá grandes músicos, y siempre habrá público para ellos.


lunes, 4 de abril de 2016

Fred Hersch, Michael Formanek Ensemble Kolossus y The Cookers en Nueva York

–¿Vos viste que le dije a Eduardito que no se demorase? –preguntó retóricamente Guille Hernández con voz indignada–. Y encima se queda en Nueva York yendo a conciertos que no autoricé.
A pesar de que Hernández levantaba la voz, como se hace en los reñideros de Tres Algarrobos, nadie le prestó atención. En el bar de la galería del Teatro Apolo se dirimían cuestiones mucho más importantes, como el súbito ataque de diarrea del equipo de River (que, para más datos, perdió ostensiblemente ante el difícil Patronato) o el glorioso triunfo de Boca (que, sin exagerar, apabulló a los gallardos muchachos del Atlético Rafaela).
Mientras tanto, ajeno a todas estas cuestiones, Eduardo de Simone seguía buscando incansablemente  el encargo de Hernández, al tiempo que envíaba su crónica a este blog, y en algún lugar del planeta caía la nieve.

Manhattan no es ciudad para niños

Finalmente encontramos un McDonald´s "de verdad", y no camuflado, y fuimos en busca del juguete de la Cajita Feliz encargado obsesivamente por Hernández.
–No tenemos Cajita Feliz –recita un empleado.
–¿Pero cómo no van a tener una Cajita Feliz?
–¿Usted ve a alguien feliz por aquí?

Agobiado, decidí buscar directamente el juguete fuera del consabido McDonald’s. Es decir, ir derecho a las fuentes: una juguetería. Nuevamente, problemas. FAO Schwartz, la juguetería más famosa de Manhattan, cerró hace más de dos años. ¿Y Toys’r Us? ¡También cerró! El megalocal que tenía en Times Square bajó la persiana hace algunos meses. Desesperado, pregunté a un guía si quedaba un local de Toys´r Us en la isla. Me remitió a un mall de la 34 y 6ª. Mandé como avanzada a mi hija de 11, que volvió decepcionada. "Es un negocio para bebés, y hasta para los bebés es malísimo". En fin, Manhattan no es ciudad para niños.

Fuimos entonces a las cosas de grandes. O a grandes cosas, en verdad. Porque eso es lo que fue el concierto del trío de Fred Hersch en el Village Vanguard. Lo acompañaron esta vez John Hébert en bajo y Eric McPherson en batería. Alternó standards con temas propios de varios de sus discos. Y entregó un generoso set de piano solo que fue absolutamente conmovedor. Pasa algo extraño con la música que hace Hersch, especialmente en su versión solista. Uno queda en un trance tan profundo que ni siquiera es posible pensar: "Qué buena música estoy escuchando". Tiene que transcurrir un buen rato para poder reflexionar sobre el momento. Y al reflexionar, es posible concluir que Hersch debe estar hoy entre los músicos absolutamente imprescindibles en el jazz, que no puede ser pasado por alto al listar a los diez músicos más relevantes de la escena actual.

Y si se habla de la escena actual la siguiente escala de esta peregrinación puede considerarse un hito. Sucedió en el Jazz Standard, un local bien atildado de la calle 27 y Park Avenue. Sitio prolijo, bien dispuesto y con aceptable visión del escenario desde las distintas mesas. Allí tuvo lugar un concierto extraordinario, a cargo de la big band que armó Michael Formanek, llamada Ensemble Kolossus. Es una orquesta de músicos excepcionales, casi todos líderes y grandes nombres de la escena neoyorquina con la cual Formanek grabó el disco The Distance, editado por estos días en el sello ECM. El ensamble estuvo dirigido por Mark Helias y los nombres de los solistas apabullan: Loren Stillman, Chris Speed, Tim Berne, Oscar Noriega y Brian Settles en saxos; Dave Ballou, Ralph Alessi, Kirk Knuffle y Shane Endsley en trompetas; Alan Ferber, Ben Gerstein, Jacob Garchik y Jeff Nelson en trombones; Patricia Brennan en marimba, Mary Halvorson en guitarra, Kris Davis en piano y Tomas Fujiwara en batería, además de Formanek en contrabajo. El ensamble suena aún mejor en vivo que en disco, y la música, escrita por Formanek, es una aventura que incluye formas de libre improvisación, mucho swing, blues y experimentación constante. Referenciada de algún modo en la tradición ellingtoniana, la música del Ensemble avanza hacia formas sonoras modernas y apabullantes, con picos altos en los solos de Dave Ballou, Tim Berne y Kris Davis. En una hora y cuarto hay escasa chance para el lucimiento de los 18 miembros del grupo. Hubo que elegir y si algo habría que lamentar es que la gran Mary Halvorson no tuvo un momento propio. Seguramente se trata de la obra cumbre de Formanek por la innovación, la dinámica de la orquesta y el camino que abre en el jazz.

La última parada de este recorrido tampoco tuvo desperdicio. Conocido para muchos, The Cookers también es una suerte de supergrupo, que en los últimos años ha grabado y girado por el mundo con gran esfuerzo para sus integrantes, que no son precisamente veinteañeros. Lo integran el gran Billy Harper en saxo tenor, Eddie Henderson y David Weiss en trompeta, Donald Harrison en saxo alto, George Cables en piano, Cecil McBee en contrabajo y Billy Hart en batería. Es la formación básica, aunque en las giras y presentaciones suele haber alteraciones de ocasión. Meses atrás lo ví en otra ciudad y Danny Grisett había reemplazado a Cables en piano. En esta ocasión no estuvo Donald Harrison. La posta la tomó un saxofonista mucho más joven que el resto cuyo nombre no retuve y no desentonó. La cohesión que adquirieron es fantástica. 

Billy Harper tiene un sonido profundo y de matiz casi espiritual, en espejo con la raíz de su música. Le aporta una gran cuota de liderazgo al grupo. Todos los temas son propios y muchos de ellos fueron estrenados en este show, que sirvió de precalentamiento para un nuevo disco que grabarán en breve en el sello Smoke Sessions. Más allá de la presentación del grupo, que fue impecable, hay que decir que el local, ubicado en Broadway y la 105, en el Upper West, no es de lo mejor para escuchar jazz. Muy chico, con una barra grande y ruidosa cerca del escenario, mozos caminando por delante del público todo el tiempo y con la puerta del baño inmediatamente al lado de la brevísima tarima donde se acomodan los músicos. Pero cuando hay pasión todo se puede. Y si no, que lo diga el propio Harper, que terminado el show pasada la medianoche se perdió solo en la boca del subte en la fría noche neoyorquina, para tomar el mismo tren con el que yo me volvía con la cabeza llena de música.


John McLaughlin en el Gran Rex, por Diego Fischerman

En Página 12 de hoy, Diego Fischerman ofrece su lectura del show que John McLaughlin ofreció en el teatro Gran Rex el viernes 1 de abril pasado

La esencia de un guitarrista fiel a sí mismo

Podría parafrasearse aquel viejo aforismo de Gertrude Stein referido a las rosas: McLaughlin es McLaughlin es McLaughlin. Posiblemente se trate del fundador de la guitarra eléctrica moderna en el jazz. Su estilo quedó rápidamente diseñado y cristalizado a comienzos de la década de 1970. Sus divisiones rítmicas basadas en modelos de la música india (talas) y su aplicación a un estilo explosivo, donde la velocidad, lejos del mero exhibicionismo, tiene que ver con un concepto musical que resulta, además, indivisible de su propia identidad, están presentes desde sus primeras grabaciones solistas en los Estados Unidos (su período inglés muestra una estética algo diferente, más ligada a la tradición de guitarristas como Tal Farlow o Jimmy Rainey). Y ahora, con un grupo de instrumentistas muy jóvenes, el músico de 74 años muestra exactamente aquello que constituye su esencia desde siempre. No hay nada allí que no pertenezca a McLaughlin. Y nada hay de McLaughlin que no esté allí.

Sin sorpresas, podría sintetizarse, pero sin decepciones. The 4th Dimension, con algo de Shakti en sus “talas” vocales y mucho de la Mahavishnu, en la puesta en escena del virtuosismo como una de las bellas artes, es el continente ideal para su fraseo pulcro, perfeccionista y poderoso. El timbre de su guitarra –como el de Clapton, Jeff Beck o Jimi Hendrix– sigue siendo, eventualmente, uno de los bienes de la humanidad. Ya su primera nota, en “Guitar Love” –un tema incluido en Now Here This, el segundo de los cuatro discos de la banda, publicado en 2012–, condensaba ese universo capaz, como las estrellas muy viejas, de contenerse a sí mismo en el espacio –o en el tiempo– de unos pocos segundos. Su sonido actual, de muy alto octanaje, recorre, en todo caso, los bordes más cercanos al metal de su enciclopedia. Las generosas dos horas y media de la presentación, recorriendo gran parte del repertorio del grupo y algunos clásicos como “The Creator has a Master Pan”, esa especie de variación naïf de “A Love Supreme” de Coltrane con la que Pharoah Sanders abría su álbum Karma, de 1969, resultaron tan excesivas para quienes buscaban novedades –y es que, en efecto, los mecanismos formales y de desarrollo son muy similares en todos los temas– como escasas para sus admiradores, que ovacionaron al antiguo guitarrista de Miles Davis como un verdadero héroe pop.


Si en McLaughlin el dominio de su instrumento está lejos de ser una cuestión menor, no lo es menos en sus compañeros de equipo. El indio Rajit Barot, con una técnica heterodoxa, toca con un impulso fenomenal y es capaz de las subdivisiones rítmicas más sorprendentes. Gary Husband, un tecladista notable, se destacó también en sus dos intervenciones en la batería y el bajista Etienne Mbappe, con un uso experto del slapping, fue del funk al lirismo y de allí a la vorágine con fluidez y solvencia. Pero es en el ensamble colectivo de esas virtudes donde el cuarteto, que ya lleva nueve años de actividad –e imbatible conocimiento mutuo– se destaca entre otros, excediendo con el mero tributo a un estilo del pasado. El duelo percusivo entre Husband y Barot, sobre un ostinato irregular, en “Echoes fron Them” y el bello “Little Miss Valley” (un “casi” blues que McLaughlin había grabado en su disco en vivo en Tokio, con Joey De Francesco en órgano y Dennis Chambers en batería) destacaron en una noche con mucho de reencuentro –habían pasado 22 años desde la visita anterior de McLaughlin con un grupo propio y 20 desde su actuación con Paco De Lucía y Al Di Meola– y de confirmación de antiguos –e imperecederos– amores.