lunes, 4 de abril de 2016

Fred Hersch, Michael Formanek Ensemble Kolossus y The Cookers en Nueva York

–¿Vos viste que le dije a Eduardito que no se demorase? –preguntó retóricamente Guille Hernández con voz indignada–. Y encima se queda en Nueva York yendo a conciertos que no autoricé.
A pesar de que Hernández levantaba la voz, como se hace en los reñideros de Tres Algarrobos, nadie le prestó atención. En el bar de la galería del Teatro Apolo se dirimían cuestiones mucho más importantes, como el súbito ataque de diarrea del equipo de River (que, para más datos, perdió ostensiblemente ante el difícil Patronato) o el glorioso triunfo de Boca (que, sin exagerar, apabulló a los gallardos muchachos del Atlético Rafaela).
Mientras tanto, ajeno a todas estas cuestiones, Eduardo de Simone seguía buscando incansablemente  el encargo de Hernández, al tiempo que envíaba su crónica a este blog, y en algún lugar del planeta caía la nieve.

Manhattan no es ciudad para niños

Finalmente encontramos un McDonald´s "de verdad", y no camuflado, y fuimos en busca del juguete de la Cajita Feliz encargado obsesivamente por Hernández.
–No tenemos Cajita Feliz –recita un empleado.
–¿Pero cómo no van a tener una Cajita Feliz?
–¿Usted ve a alguien feliz por aquí?

Agobiado, decidí buscar directamente el juguete fuera del consabido McDonald’s. Es decir, ir derecho a las fuentes: una juguetería. Nuevamente, problemas. FAO Schwartz, la juguetería más famosa de Manhattan, cerró hace más de dos años. ¿Y Toys’r Us? ¡También cerró! El megalocal que tenía en Times Square bajó la persiana hace algunos meses. Desesperado, pregunté a un guía si quedaba un local de Toys´r Us en la isla. Me remitió a un mall de la 34 y 6ª. Mandé como avanzada a mi hija de 11, que volvió decepcionada. "Es un negocio para bebés, y hasta para los bebés es malísimo". En fin, Manhattan no es ciudad para niños.

Fuimos entonces a las cosas de grandes. O a grandes cosas, en verdad. Porque eso es lo que fue el concierto del trío de Fred Hersch en el Village Vanguard. Lo acompañaron esta vez John Hébert en bajo y Eric McPherson en batería. Alternó standards con temas propios de varios de sus discos. Y entregó un generoso set de piano solo que fue absolutamente conmovedor. Pasa algo extraño con la música que hace Hersch, especialmente en su versión solista. Uno queda en un trance tan profundo que ni siquiera es posible pensar: "Qué buena música estoy escuchando". Tiene que transcurrir un buen rato para poder reflexionar sobre el momento. Y al reflexionar, es posible concluir que Hersch debe estar hoy entre los músicos absolutamente imprescindibles en el jazz, que no puede ser pasado por alto al listar a los diez músicos más relevantes de la escena actual.

Y si se habla de la escena actual la siguiente escala de esta peregrinación puede considerarse un hito. Sucedió en el Jazz Standard, un local bien atildado de la calle 27 y Park Avenue. Sitio prolijo, bien dispuesto y con aceptable visión del escenario desde las distintas mesas. Allí tuvo lugar un concierto extraordinario, a cargo de la big band que armó Michael Formanek, llamada Ensemble Kolossus. Es una orquesta de músicos excepcionales, casi todos líderes y grandes nombres de la escena neoyorquina con la cual Formanek grabó el disco The Distance, editado por estos días en el sello ECM. El ensamble estuvo dirigido por Mark Helias y los nombres de los solistas apabullan: Loren Stillman, Chris Speed, Tim Berne, Oscar Noriega y Brian Settles en saxos; Dave Ballou, Ralph Alessi, Kirk Knuffle y Shane Endsley en trompetas; Alan Ferber, Ben Gerstein, Jacob Garchik y Jeff Nelson en trombones; Patricia Brennan en marimba, Mary Halvorson en guitarra, Kris Davis en piano y Tomas Fujiwara en batería, además de Formanek en contrabajo. El ensamble suena aún mejor en vivo que en disco, y la música, escrita por Formanek, es una aventura que incluye formas de libre improvisación, mucho swing, blues y experimentación constante. Referenciada de algún modo en la tradición ellingtoniana, la música del Ensemble avanza hacia formas sonoras modernas y apabullantes, con picos altos en los solos de Dave Ballou, Tim Berne y Kris Davis. En una hora y cuarto hay escasa chance para el lucimiento de los 18 miembros del grupo. Hubo que elegir y si algo habría que lamentar es que la gran Mary Halvorson no tuvo un momento propio. Seguramente se trata de la obra cumbre de Formanek por la innovación, la dinámica de la orquesta y el camino que abre en el jazz.

La última parada de este recorrido tampoco tuvo desperdicio. Conocido para muchos, The Cookers también es una suerte de supergrupo, que en los últimos años ha grabado y girado por el mundo con gran esfuerzo para sus integrantes, que no son precisamente veinteañeros. Lo integran el gran Billy Harper en saxo tenor, Eddie Henderson y David Weiss en trompeta, Donald Harrison en saxo alto, George Cables en piano, Cecil McBee en contrabajo y Billy Hart en batería. Es la formación básica, aunque en las giras y presentaciones suele haber alteraciones de ocasión. Meses atrás lo ví en otra ciudad y Danny Grisett había reemplazado a Cables en piano. En esta ocasión no estuvo Donald Harrison. La posta la tomó un saxofonista mucho más joven que el resto cuyo nombre no retuve y no desentonó. La cohesión que adquirieron es fantástica. 

Billy Harper tiene un sonido profundo y de matiz casi espiritual, en espejo con la raíz de su música. Le aporta una gran cuota de liderazgo al grupo. Todos los temas son propios y muchos de ellos fueron estrenados en este show, que sirvió de precalentamiento para un nuevo disco que grabarán en breve en el sello Smoke Sessions. Más allá de la presentación del grupo, que fue impecable, hay que decir que el local, ubicado en Broadway y la 105, en el Upper West, no es de lo mejor para escuchar jazz. Muy chico, con una barra grande y ruidosa cerca del escenario, mozos caminando por delante del público todo el tiempo y con la puerta del baño inmediatamente al lado de la brevísima tarima donde se acomodan los músicos. Pero cuando hay pasión todo se puede. Y si no, que lo diga el propio Harper, que terminado el show pasada la medianoche se perdió solo en la boca del subte en la fría noche neoyorquina, para tomar el mismo tren con el que yo me volvía con la cabeza llena de música.


John McLaughlin en el Gran Rex, por Diego Fischerman

En Página 12 de hoy, Diego Fischerman ofrece su lectura del show que John McLaughlin ofreció en el teatro Gran Rex el viernes 1 de abril pasado

La esencia de un guitarrista fiel a sí mismo

Podría parafrasearse aquel viejo aforismo de Gertrude Stein referido a las rosas: McLaughlin es McLaughlin es McLaughlin. Posiblemente se trate del fundador de la guitarra eléctrica moderna en el jazz. Su estilo quedó rápidamente diseñado y cristalizado a comienzos de la década de 1970. Sus divisiones rítmicas basadas en modelos de la música india (talas) y su aplicación a un estilo explosivo, donde la velocidad, lejos del mero exhibicionismo, tiene que ver con un concepto musical que resulta, además, indivisible de su propia identidad, están presentes desde sus primeras grabaciones solistas en los Estados Unidos (su período inglés muestra una estética algo diferente, más ligada a la tradición de guitarristas como Tal Farlow o Jimmy Rainey). Y ahora, con un grupo de instrumentistas muy jóvenes, el músico de 74 años muestra exactamente aquello que constituye su esencia desde siempre. No hay nada allí que no pertenezca a McLaughlin. Y nada hay de McLaughlin que no esté allí.

Sin sorpresas, podría sintetizarse, pero sin decepciones. The 4th Dimension, con algo de Shakti en sus “talas” vocales y mucho de la Mahavishnu, en la puesta en escena del virtuosismo como una de las bellas artes, es el continente ideal para su fraseo pulcro, perfeccionista y poderoso. El timbre de su guitarra –como el de Clapton, Jeff Beck o Jimi Hendrix– sigue siendo, eventualmente, uno de los bienes de la humanidad. Ya su primera nota, en “Guitar Love” –un tema incluido en Now Here This, el segundo de los cuatro discos de la banda, publicado en 2012–, condensaba ese universo capaz, como las estrellas muy viejas, de contenerse a sí mismo en el espacio –o en el tiempo– de unos pocos segundos. Su sonido actual, de muy alto octanaje, recorre, en todo caso, los bordes más cercanos al metal de su enciclopedia. Las generosas dos horas y media de la presentación, recorriendo gran parte del repertorio del grupo y algunos clásicos como “The Creator has a Master Pan”, esa especie de variación naïf de “A Love Supreme” de Coltrane con la que Pharoah Sanders abría su álbum Karma, de 1969, resultaron tan excesivas para quienes buscaban novedades –y es que, en efecto, los mecanismos formales y de desarrollo son muy similares en todos los temas– como escasas para sus admiradores, que ovacionaron al antiguo guitarrista de Miles Davis como un verdadero héroe pop.


Si en McLaughlin el dominio de su instrumento está lejos de ser una cuestión menor, no lo es menos en sus compañeros de equipo. El indio Rajit Barot, con una técnica heterodoxa, toca con un impulso fenomenal y es capaz de las subdivisiones rítmicas más sorprendentes. Gary Husband, un tecladista notable, se destacó también en sus dos intervenciones en la batería y el bajista Etienne Mbappe, con un uso experto del slapping, fue del funk al lirismo y de allí a la vorágine con fluidez y solvencia. Pero es en el ensamble colectivo de esas virtudes donde el cuarteto, que ya lleva nueve años de actividad –e imbatible conocimiento mutuo– se destaca entre otros, excediendo con el mero tributo a un estilo del pasado. El duelo percusivo entre Husband y Barot, sobre un ostinato irregular, en “Echoes fron Them” y el bello “Little Miss Valley” (un “casi” blues que McLaughlin había grabado en su disco en vivo en Tokio, con Joey De Francesco en órgano y Dennis Chambers en batería) destacaron en una noche con mucho de reencuentro –habían pasado 22 años desde la visita anterior de McLaughlin con un grupo propio y 20 desde su actuación con Paco De Lucía y Al Di Meola– y de confirmación de antiguos –e imperecederos– amores.

domingo, 3 de abril de 2016

Leandro "Gato" Barbieri (1932-2016)


Diego Fischerman publicó en Página 12 del día de hoy la siguiente semblanza de Gato Barbieri.

Todas las vidas de un cazador

El jazz es, por naturaleza, nocturno. Sucede de noche pero, además, el solo tiene algo del acecho de los cazadores que andan en las sombras, del arranque veloz y del freno repentino; del engaño; de lo que parece que irá en una dirección y, no obstante, dispara en otra. Es posible que fuera por eso que a Leandro Barbieri, que murió ayer en Nueva York a los 83 años como consecuencia de una neumonía, lo llamaban “gato”. O por su andar en las oscuridades de las calles porteñas a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, con el saxo colgado de un hombro.

Eran los años de la autodenominada Revolución Libertadora, de azules y colorados pero, también, de enfrentamientos más secretos; menos notorios. El Bop Club albergaba a los modernos; el Hot Club a los otros, a los que pensaban que con Dizzy Gillespie y Charlie Parker se había acabado el jazz. Unos tildaban a sus adversarios de ser tan primitivos como las músicas que reivindicaban y aquellos combatían a los primeros por intelectuales y fríos. En los “tradicionales” no había complejidad ni elaboración y, a veces, ni siquiera la técnica adecuada para tocar sus instrumentos, decían los modernos que, a su vez, eran anatemizados por “tocar sin alegría”. Leandro “Gato” Barbieri, llegado de Rosario, donde había estudiado clarinete de chico, tocaba, siendo un adolescente, con la orquesta de Lalo Schifrin, que después se iría con el grupo de Gillespie y, más tarde, ganaría fortunas con el tema musical de la serie televisiva Misión imposible. Era uno de los modernos. El clarinete había cedido su lugar al saxo alto cuando en 1946, a los 12 años, escuchó a Charlie Parker en “Now’s the Time”. Y el saxo alto fue reemplazado por el tenor cuando escuchó a Coltrane. En ese entonces, iba a Uruguay a conseguir discos. En Buenos Aires, contaba, no había ni discos ni instrumentos.

El Gato se movía de noche y construía el sonido de una ciudad cosmopolita y moderna que se superponía a otras ciudades anteriores, sin reemplazarlas. Buenos Aires aparecía en ese nuevo jazz, que se filtraba en las músicas en vivo de los canales de televisión, y en el nuevo cine que tenía a Manuel Antín, Leonardo Favio y Leopoldo Torre Nilsson como figuras destacadas. Y el saxo de Barbieri, tocando la música que había compuesto su hermano, el trompetista Rubén, era el sonido de El perseguidor, la película que el también compositor Osías Wilenski dirigió en 1962 a partir del cuento de Cortázar y con Sergio Renán como protagonista. Buenos Aires era el octeto que Piazzolla había fundado en 1955 y el quinteto que creó en 1960 y que interesó, sobre todo, al público y a los músicos de jazz, era la profunda revisión del arte y la historia provocado por el grupo Contorno, era la literatura que asomaba con los cuentos de Cortázar pero, también, era las revistas musicales de la calle Corrientes, las “comedias nacionales” donde el cine no se cansaba de mostrar a las familias argentinas siempre con un sacerdote, algún estanciero y un militar entre sus miembros; era la orquesta de De Angelis o la de D’Arienzo, con su brulote “Che existencialista”, un tango que ridiculizaba, precisamente, los nuevos aires que sacudían la ciudad. El Gato se movía de noche y, tal vez sin saberlo, su nombre ya prefiguraba otros destinos. A lo largo de una carrera tan extensa como imprevisible (gatuna, es claro) nadie tendría, como él, tantas vidas y tan distintas.

“Los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz y los músicos latinos no me consideran un músico latino”, decía Barbieri en Nueva York, donde vivió durante más de cuatro décadas. “Si tengo que tocar un tango, puedo; si tengo que tocar música brasileña, puedo. Y si quiero tocar como Coltrane también puedo. Pero lo hago siempre con mi firma”. Quien le habló primero de lo latino, y lo incluyó en ese campo conminándolo a que su música lo reflejara, fue el cineasta brasileño Glauber Rocha. Antes de eso, el Gato ya andaba por su segunda vida. En 1962 se había ido a Roma con su mujer, la italiana Michelle. En París conoció al trompetista Don Cherry, que había sido miembro del grupo de Ornette Coleman en 1959. El antiguo bopper era entonces miembro de la vanguardia y, junto a Cherry, grabó dos discos para el sello Blue Note: Complete Communion (1965) y Symphony for Improvisers (1966). También tocó con la Jazz Composer Orchestra de Michael Mantler con la que grabó para el sello ECM la obra Escalator over the Hill, de Carla Bley, donde también participaban Jack Bruce, el bajista y cantante del trío Cream (con Eric Clapton y Ginger Baker), Linda Ronstadt, Enrico Rava y Dewey Redman, entre otros y, en 1969, fue parte de otro disco legendario, Liberation Music Orchestra, del contrabajista Charlie Haden y con arreglos de Carla Bley, publicado por Impulse. “Me dí cuenta de que el Free Jazz no era para mí”, decía Barbieri que había dicho entonces, y ese fue el comienzo de su tercera vida, en un tercer mundo tan fructífero como imaginario y con un disco llamado The Third World..


The Third World, el disco que Barbieri grabó en 1969, no era un título inocente. Tampoco lo era el de la Liberation Orchestra, que recorría un repertorio conformado por canciones de la Guerra Civil Española, temas compuestos por Carla Bley, una obra de Ornette Coleman (“War Orphans”) y dos de Haden, “Circus ’68 ’69”, inspirado por “el circo de” la Convención Nacional del Partido Demócrata a fines de 1968, y “Song for Che”, dedicada al Che Guevara.


Pero hubo otras vidas. Algunas casi simultáneamente, como el éxito con la música para Ultimo tango en París (1972), el famoso y en su momento controvertido film de Bernardo Bertolucci con Maria Schneider y Marlon Brando. Incidentalmente, esa banda de sonido fue causante de un malentendido también célebre, cuando Piazzolla aseguró haber sido traicionado ya que, según su versión, la música le había sido encargada a él. Piazzolla llegó a grabar un disco con dos temas bautizados como los personajes de la película, como para demostrar que había compuesto esa música, pero la verdad fue otra. Bertolucci había pedido la música a Barbieri y el nombre de Piazzolla surgió cuando se comenzó a pensar en quién podría orquestarla, lo que ocasionó la ofensa del bandoneonista. 

El capítulo (sud) americano y político tuvo, por su parte, una continuación con una serie de discos para el sello Impulse llamados, justamente, capítulos: Chapter One: Latin America (1973), Chapter Two: Hasta Siempre (1973), Chapter Three: Viva Emiliano Zapata (1974) y Chapter Four: Alive in New York (1975). Y luego, una vida más, la que comenzó con Caliente (1976) y Ruby Ruby (1978), discos producidos por Herb Albert donde estaba, como siempre, el sonido Barbieri, pero faltaba el desafío. “Creo que Caliente es mi disco preferido”, diría mucho después en una entrevista concedida a este periodista. “Herb Alpert fue el mejor productor que tuve. Y Caliente es un disco muy bello. También Tercer Mundo. Y Fenix. Pero mi memoria ya no es buena. Tuve problemas con la droga y el alcohol. Estuve mucho tiempo sin tocar. Después Michelle estuvo muy enferma. Y yo la amaba. Y ella murió y creo que recién me dí cuenta cuando llegó un dolor que no podía soportar. Estaba muerto. Lo único que hace que viva” decía el Gato, que todavía seguirá viviendo “es seguir tocando”.

martes, 29 de marzo de 2016

En las vísperas de una nueva visita de John McLaughlin, Fischerman conversa con él

Diego Fischerman entrevistó a John McLaughlin, quien, después de un largo hiato de 22 años, se presentará el próximo viernes en el Teatro Gran Rex. La nota y sus subnotas se publicaron hoy en Página 12. La cobertura contrasta con la indigencia de las otras notas realizadas hasta ahora por otros medios, como la simple lectura permite comprender.


“Hoy el jazz ya no es pasional ni expresivo”

Para algunos es el creador de la Mahavishnu Orchestra. O el de Shakti. O aquel que participó en agunos de los mejores discos del jazz inglés a fines de los 60. O uno de los integrantes de aquel trío de virtuosos junto a Paco De Lucía y Al Di Meola. O el guitarrista que selló el tránsito de Miles Davis hacia el jazz–rock. Y está, por supuesto, su estilo, tan imitado como difícilmente imitable. Muchos pueden reconocer, en distintos momentos de la carrera de John McLaughlin, a un ídolo. Y cualquiera de ellos, el héroe de la velocidad, el que abrió la puerta del jazz a los ritmos indios, el guitarrista de Miles, el continuador de Coltrane por otros medios o el armonista à la Bill Evans, se basta por sí solo para garantizar un lugar en el parnaso.

Experimentador de los formatos más variados –y más originales–, en su música, sin embargo, se lo reconoce de inmediato. Puede estar sonando con un cuarteto de guitarras, con un percusionista de la India o con un guitarrista flamenco pero este músico inglés, nacido en Doncaster, West Riding of Yorkshire, suena siempre fiel a sí mismo. Una de las palabras que repetirá en su charla con Página/12 será “honestidad”. Otra es “generación”. Y que ése no es un dato menor para alguien nacido en 1942, el mismo año que Jimi Hendrix. “Mis héroes vienen del jazz: Miles, Coltrane. Pero la música de mi generación es el rock. Ese es mi sonido”, sintetiza. A pocos días de una nueva visita a la Argentina –la anterior fue hace 22 años–, en la que presentará su grupo actual, The 4th Generation, con el que viene tocando desde hace 7 años, John McLaughlin afirma que “casi todo lo que escucho en el jazz, actualmente, es malo. Porque es superficial y está lleno de lugares comunes. Yo he tocado rock’n’ roll y rhythm & blues. Lo he tocado para vivir, porque en Inglaterra era imposible vivir haciendo jazz y escuché rock bueno y rock malo. Pero había, en ese entonces, una vitalidad. Fui muy afortunado de estar en los Estados Unidos a fines de los 60, y tocar con el Lifetime de Tony Williams y con Miles. Allí también estaba, en esa época, esa vitalidad. Fue un momento vital, además. Porque Miles estaba viviendo su propia transición desde el jazz clásico a una nueva música que aún no tenía nombre, que se estaba gestando. Yo toqué con ellos, y después vinieron la Mahavishnu y Shakti, y eran las compañías de discos las que necesitaban rotular para vender: ‘esto es jazz’, ‘esto es jazz–rock’, ‘esto es fusión’. Yo no creo en esas diferenciaciones. Yo soy un músico de jazz que tiene sus raíces, también, en el rock y el rhythm & blues y que supo enamorarse de la música de Oriente y del flamenco, entre muchas otras que también me enamoran y otras que aún no he conocido. Eso es todo. En mi música eso es orgánico.”

The 4th Dimension, el grupo con el McLaughlin actuará este viernes en el teatro Gran Rex, ha grabado hasta el momento cuatro discos, el último de ellos Black Light, publicado en 2015, y está conformado por el multifuncional Gary Husband, en batería y teclados, Etienne Mbappe en bajo eléctrico y Ranjit Barot en percusión. “Husband me permite oscilar entre dos clases de grupo que siempre me atrajeron mucho, el trío, aunque con el agregado de un percusionista que propone un contrapunto con otro universo cultural, y el cuarteto con teclados y guitarra, con la percusión ocupando exclusivamente la función de base rítmica. Esta banda me permite, en muchos aspectos, tener lo mejor de varios mundos sin tener que optar entre unos y otros y permitiendo que, por el contrario, se informen y enriquezcan mutuamente.” En cuanto a si hay una reivindicación consciente de aquello que otros llaman jazz-rock, el guitarrista es categórico. “Cuando llegué a los Estados Unidos el jazz era pasional –dice–. Y expresivo. Hoy no es ni pasional ni expresivo y yo busqué, sencillamente, armar un grupo que tuviera pasión. Y que pusiera todo de sí para comunicarla. No se trata de si es jazz rock o no. Se trata de pasión, y uno no puede estar apasionado por algo que no es parte de su propia vida.”

La Mahavishnu Orchestra integró, a comienzos de la década del 70, un tejido de influencias sumamente ecléctico pero, sobre todo, fue la resultante de un grupo de músicos conectados entre sí particularmente, sensibles, también, a ciertas ideas de época: orientalismo, libertad, improvisación, un espíritu revolucionario y hasta muchas veces violento, bien podrían hablar, además de su música, de toda una era. Porque además, lo que allí había, con una vestimenta sorprendentemente distinta, era lo más cercano que podía imaginarse a la herencia de John Coltrane. Los discos de Miles en los que tocaba el recién llegado McLaughlin (In a Silent Way y Bitches Brew), por otra parte, no tenían puntos en común –o por lo menos no eran evidentes– con el camino que Hendrix comenzaba a tomar en ese entonces. Y, no obstante, uno y otros parecen complementarse. O, mejor, hablar de lo mismo aunque con diferentes lenguajes. “A mí me había impactado Coltrane, a fines de los 50 y comienzos de los 60. No sólo por su concepción musical sino por cómo ésta estaba integrada a su manejo del instrumento. El saxo no era meramente un instrumento; era un material. Se lo llevaba a un límite. Era una música que no podía ser complaciente ni siquiera con el músico. Todo estaba llevado al límite. E incluso más allá. Yo sé que Hendrix no era la misma clase de músico que John Coltrane pero encontraba una similitud en esa idea del límite, de que el instrumento y sus posibilidades y la música que se hiciera con ellos no fueran cosas diferentes. Que no pudieran, en realidad, concebirse por separado. Y, es obvio, el saxo no sería el mismo instrumento que es si Coltrane no hubiera estado. Y lo mismo puede decirse de Hendrix y la guitarra eléctrica.”

Apocalypse, el tercer disco de la Mahavishnu Orchestra, fue producido por George Martin, el recientemente fallecido colaborador de los Beatles. “Tal vez haya sido mi mejor disco –confía McLaughlin–. Y sin duda gran parte de su valor se lo debe a Martin, uno de los músicos más extraordinarios que conocí. Creo que su genialidad radicaba en toda la música que tenía en su cabeza y, sobre todo, en que no la tenía compartimentada. Podía pasar de un lado al otro con una libertad absoluta. No sólo tenía una información amplísima sino que las combinatorias que podía hacer con ellas, y lo que podía sugerir a los músicos que tuvieron la fortuna de trabajar con él, era virtualmente infinito. En su imaginación, todo se conectaba con todo.” Otro de los músicos con los que tocó y por los que guarda un particular afecto es, desde ya, Paco De Lucía. Más allá del Trío de Guitarras –que antes de él había contado con Larry Coryell pero con su participación no sólo amplió sus posibilidades técnicas y expresivas sino que explotó como fenómeno comercial–, McLaughlin y De Lucía tocaron juntos en varios proyectos, y el primero compuso para él varias piezas. “Cuando me enteré de su muerte estábamos planificando un encuentro. Habíamos estado hablando los días anteriores. Ibamos a volver a tocar. Ibamos a hacer un nuevo disco juntos. No lo podía creer –rememora McLaughlin–. Allí había habido algo mágico; por el encuentro entre estilos y, también, entre sonidos diferentes.”

Más allá de su uso ocasional de la guitarra, él es, y lo sabe, uno de los que más hicieron por darle a la guitarra eléctrica un status propio. No el de una adaptación o el de, apenas, una guitarra amplificada, sino el de un instrumento en sí. “Eso había sucedido en el rock. Hendrix. Clapton. Leslie West en los Estados Unidos. Y antes en el blues: Buddy Guy, Muddy Waters, B. B. King. Más o menos en 1964, a mí no me conformaba el sonido de la guitarra clásica del jazz. Yo amaba a Coltrane y esa música no cuajaba con ese sonido. El tocaba, a veces, dos y hasta tres sonidos juntos. La distorsión está ya en esa música y en su manera de tocar. Yo pensaba que la guitarra eléctrica tenía esa posibilidad, que la guitarra no tenía, de explotar el sonido. No me malentiendan. Charlie Christian había sido maravilloso. Y era, y es, fantástico escucharlo. Hay una sabiduría armónica, un gusto exquisito. Pero es el sonido de otra época. La música, la época que queríamos expresar necesitaba distorsión. Jimi Hendrix lo hizo. Yo no quería tocar como él. Quería tocar como mi propia música me lo dictaba. Pero ése era el sonido. Y de allí es de donde yo vengo.”


La India y el lado salvaje

El debut discográfico de John McLaughlin es, como su propio estilo, explosivo. Extrapolation, de 1969, aun con un estilo mucho más cool –se trataba de jazz inglés, al fin y al cabo– que lo que vendría después, tiene una tensión interna, una energía y un nivel de sofisticación en los solos verdaderamente asombrosos. Allí los compañeros de ruta eran el contrabajista Brian Odgers (nombrado incorrectamente Odges en la ficha del disco), el baterista Tony Oxley y el saxofonista y clarinetista John Surman, con quien el guitarrista también realizaría una serie de grabaciones extraordinarias, junto al quinteto que completaban Dave Holland, Karl Berger y Stu Martin.

De ese mismo año son sus primeras colaboraciones en los Estados Unidos, In a Silent Way y Bitches Brew de Miles Davis, Super Nova de Wayne Shorter, Infinite Search, de Miroslav Vitous, y Emergency!, de Tony Williams Lifetime. Devotion, de 1970 y con Buddy Miles como baterista, Larry Young en órgano y Billy Rich en bajo, y My Goals Beyond (junio de 1971), donde hace su aparición el violinista Jerry Goodman y, también la influencia de la cosmovisión y la música india, son ya, en muchos sentidos, precuelas de la Mahavishnu Orchestra, o, por lo menos, del lado más salvaje del jazz rock. The Inner Mountain Flame, editado en agosto de 1971, marca el comienzo de la Mahavishnu Orchestra, integrada, además de por McLaughlin y Goodman, por el tecladista Jan Hammer, el bajista Rick Laird y el baterista Billy Cobham. Con esa misma formación se grabó Birds of Fire, en 1973.

En Apocalypse, del año siguiente y con producción de George Martin, el grupo se integraba con el violinista Jean-Luc Ponty, la cantante Gayle Moran, el bajista Ralphe Armstrong y Narada Michael Walden en batería. Y junto a ellos aparecía la Sinfónica de Londres, dirigida por Michael Tilson Thomas (las orquestaciones eran de Michael Gibbs). El mismo grupo base fue el que grabó Visions of the Emerald Beyond (1975) y, ya sin Ponty ni Moran y con Stu Goldberg en teclados, Inner Worlds, de 1976. McLaughlin volvería a usar el nombre del grupo en la década de 1980, para una serie de actuaciones en las que también regresaba Cobham como baterista, pero el sonido de la Mahavihnu quedaría fijado en aquel poderoso núcleo de la primera mitad de la década del 70. De esa década es también el disco en que compartió protagonismo con Carlos Santana, Love Devotion Surrender (1973), una producción muy mal tratada por la crítica del momento y crecientemente valorada con el paso de los años.

A lo largo de su prolífica carrera, McLaughlin transitó por muy diferentes formaciones, pero en varias de ellas aparecen dos sus predilecciones más evidentes: el órgano y la música india. Entre aquellas donde se manifiesta la primera descuellan sus dos discos con el organista Joey DeFrancesco: Tokio Live, grabado en 1993 y con Dennis Chambers en batería (el mismo trío con el que llegó a la Argentina en 1994) y After the Rain, un notable homenaje a Coltrane grabado en ese mismo año con la participación de Elvin Jones como baterista. Entre los que rondan, de maneras más o menos explícitas, la música india, se destacan los del grupo Shakti –él en guitarra, L. Shankar en violín, Zakir Hussain en tabla, Ramnad Raghavan en mridangamy y T. H. “Vikku” Vinayakram en ghatam–: Shakti with John McLaughlin (1976), A Handful of Beauty (1976) y Natural Elements (1977). Y también, el trío con Kai Eckhardt en bajo y Trilok Gurtu en percusión, que fue registrado en 1990 en Live at the Royal Festival Hall y su colaboración con Zakir Hussain en el magnífico Making Music (1986) donde también tocan el saxofonista Jan Garbarek y Hariprasad Chaurasia en bansuri (la flauta del norte indio).

Su grupo actual, 4th Dimension, conjuga varias de las pasiones musicales de McLaughlin y una tercera, el viejo y buen jazz-rock (que ya había revisitado con la Five Peace Band integrada junto a Chick Corea, Kenny Garrett, Christian McBride y Vinnie Colaiuta). El primer disco del grupo fue To the One (2010), precedido, en realidad, por un DVD, Live @ Belgrade (2009). A ellos les siguieron Now Here This (2012), The Boston Record (2014) y Black Light (2015).


La opinión de los colegas

Herbie Hancock: “Habíamos terminado la primera sesión de grabación para In a Silent Way y todavía estábamos parados en el lugar, cuando John se me acercó y me susurró: ‘¿Puedo hacerte una pregunta?’. ‘Por supuesto’, le dije. ‘Herbie, no sé cómo decirlo... ¿hubo algo bueno en lo que tocamos? Quiero decir: ¿Qué hicimos? No puedo decir hacia dónde estamos yendo.’ Entonces le dije: ‘John, bienvenido a una sesión de grabación con Miles Davis. Tus dudas no son diferentes a las mías. No tengo idea pero, en algún momento antes de que el disco esté terminado, todo termina teniendo sentido.”

Carlos Santana: “Escuché a Lifetime (Tony Williams en batería, Larry Young en órgano y John McLaughlin en guitarra) en un pequeño club. Fue asombroso. Era un vórtice de sonido. Cream (el trío de Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker) tenía esa clase de energía pero no tenía sus ideas. John era mortalmente brillante en su manera de tocar y lo era hasta el punto de asustarme. Y estoy seguro de que lo hubiera asustado al propio Jimi Hendrix.”

Pat Metheny: “John McLaughlin, para mí, es la voz más importante, y ciertamente la más influyente, de la guitarra en las últimas décadas. Sin duda. En un sentido, él ha sido desfavorecido por sus imitadores. Es tanta la gente que se subió a su carro que a veces nos olvidamos de lo asombrosa que fue su contribución. El realmente dio una nueva vuelta de tuerca. Era difícil encontrar un joven alrededor que no quisiera tocar como él. Eso era un poco angustiante para mí. Yo traté de evitarlo tanto como lo amaba. Es un lugar común hablar de su fantástica velocidad. Pero la pieza faltante es su increíble sentimiento, lleno de expresividad. No son sólo las notas. Es más que ‘la pistola más rápida’. Es su dinámica, su personalidad con el instrumento.”


Bill Frisell: “Lo primero que intenté, como guitarrista, fue, obviamente, imitar a John McLaughlin. Pero era imposible. Físicamente estaba fuera de mis posibilidades. Reconocer eso me ayudó a ver qué es lo que podía hacer (y no lo que no podía) y encontrar mi propio estilo.”

domingo, 27 de marzo de 2016

Una página del diario de Eduardo De Simone, con Randy Weston, Bill Frisell y Mostly Other People Do The Killing en una Nueva York nevada

Querido diario:

Sofisticada misión la que me encargó el empedernido Hernández: conseguir un juguete de verdad en un Mc Donalds. De hecho, la tarea me costó un fuerte resfrío porque de un día con nieve se pasa a otro con 20 grados. Lo más difícil es encontrar un auténtico McDonalds. Porque si bien por acá son todos McDonalds, algunos están disfrazados de panaderías, otros de cafeterías Gourmet, comida orgánica, locales de yogur de ciervo, de tapas españolas o de especialidades griegas. Han sabido proliferar por la ciudad convenientemente disimulados para atraer a los odiadores de McDonalds. Ya se sabe: platitos, vasos y cubiertos de papel para todos y todas, a comprar lo que sea y a comerlo por la calle.

Para compensar el esfuerzo elegimos algunos conciertos. 

Que Randy Weston cumpla 90 años supone un acontecimiento relevante para el jazz, naturalmente. También para Nueva York, que programó un concierto celebratorio en una de las salas del Carnegie Hall. El teatro no estaba completo, pero sobraba entusiasmo. El programa original incluía al saxofonista Billy Harper, que finalmente fue reemplazado por TK Blue, ambos de estilos muy diversos. Y se agregó en percusión el el cubano Candido Camero, 95 años, de locuacidad y humor desbordante. Alex Blake en contrabajo y Neil Clarke en percusión completaron la escena. Hubo música obviamente, pero también mucho ambiente de celebración. Randy Weston habló bastante, tocó poco pero hizo tocar mucho. Una versión de “anteca”en el arranque del show fue acaso lo mejor de la noche, con mayor cadencia rítmica que la original y un solo de TK Blue que exploró los límites con buen gusto y cierta dosis de riesgo. También habló mucho el conguero Camero, quien contó su infancia, sus comienzos en el jazz y hasta se acordó de sus padres: "Sin ellos no habría Cándido Camero".

El clima festivo se evaporó cuando bajamos al sótano del Village Vanguard para la presentación del grupo con el que el guitarrista Bill Frisell editó su reciente disco When you wish upon the star, dedicado a temas popularizados por el cine. Frisell lideró un cuarteto de bajo, batería y violín con Petra Haden en voz. Fue un show desangelado y nada sorpresivo para quien hubiera escuchado previamente el disco. Pero afuera nevaba y el frío apretaba. Adentro, el clima era ideal para adormecer la conciencia. Igual, el lugar estaba a tope, con más público que el que llevaría dos días después el trío de Fred Hersch, cuyo comentario pasa para mejor ocasión. Más allá de la música, el punto negativo del Vanguard es la incomodidad para quienes están lejos del escenario o cerca de la barra. No ver o escuchar ruidos perturbadores de máquinas de hielo, botellas y vasos pueden exasperar a quien tenga un umbral de tolerancia similar al de Jarrett.

Por oposición, el show que ofreció el grupo Mostly Other People do the Killing en el Cornelia Street Cafe fue de alto nivel. Para este concierto abordaron un estilo que podría denominarse "Killing dixieland", con los vientos –saxo, trompeta y trombón– mostrando una variedad infinita de registros cruzados e internándose en aventuras exploratorias para volver una y otra vez a una falsa base de dixieland, sostenida por el trabajo del banjo. Son todos grandes músicos, aunque tal vez el más reconocido sea el saxofonista Jon Irabagon, quien nos reveló que en septiembre estará en Buenos Aires para tocar con su grupo en Thelonious. Una fiesta escucharlos: encaran el set con humor, cambios de rumbo sorpresivos y solos originales.  Buen parte de los temas llevaban  nombres dedicados a escritores como Thomas Pynchon o Cormac Mc Carthy.

 Nos quedamos con ganas de más. Pero eso es lo que siempre pasa en NYC, más allá de McDonalds y Starbucks. A seguir buscando los juguetes.

jueves, 24 de marzo de 2016

Angélica Sánchez y Ethan Iverson en Nueva York, según Eduardo De Simone

Terminado el calvario de Jorge Fondebrider, ahora le tocó a Eduardo De Simone. Guillermo Hernández llevó a su hijo a un MacDonald’s de Merlo. El pibe pidió una cajita feliz, que le vino con un juguetito que no le gustaba. Hernández se fue a quejar a la caja y el chico que lo atendió le dijo que en todos los MacDonald’s era igual. Hernández vio en esa respuesta un deliberado ataque contra la libertad de expresión y, antes de ser desalojado por la fuerza policial, dijo que volvería con “los juguetes de verdad”. Por eso, ni lerdo ni perezoso, llamó a Eduardo De Simone y le dijo: “Te me vas a Nueva York y me traés una cajita feliz. Y guay con que la hamburguesa esté fría”. De Simone buscó entre sus corbatas la más adecuada y enfundado en ella tomó el primer avión para cumplir con el amable pedido del Guille. No sabemos en qué quedó la historia, pero al menos rescatamos la crónica de lo que De Simone hizo en su tiempo libre.

Nueva York, donde algunos la pelean y otros la resuelven fácil

Que en Nueva York hay decenas de shows de jazz cada día es algo que cualquier entendido tiene incorporado. Los mensuarios especializados anuncian más de 30 conciertos por día y en muchos se superponen horarios de músicos o grupos indispensables. Pero a nadie que viva en esta ciudad se le ocurre acometer una maratón para ver todo lo que se puede en pocos días. Aunque siempre hay algún desquiciado con sello mintoniano que aparece con esas pretensiones sin importar el frío, el tránsito, el jolgorio y la caravana turística. Aquí estamos.

Angélica Sánchez, con Michael Formanek y Tyshawn Sorey
La primera parada era The Stone, un ínfimo local en el East Village, donde la pianista Angélica Sánchez es artista residente por una semana. Esto es, toca todos los días en diferentes formatos y a distintas horas. El objetivo era verla en trío con el bajista Michael Formanek y el baterista Tyshawn Sorey. 

Sabiendo que el local era chico me apresuré a llegar temprano, aun al costo de una buena caminata porque el subway no pasa cerca. Para quienes no conocen The Stone, una idea gerenciada por John Zorn, se trata de un local en la esquina de la Avenida C y la 2nd Street, East Village. Nada hay en esa esquina que indique que allí funciona un establecimiento dedicado a la música, menos aún al jazz. Sólo hay una pequeña y dudosa puerta que podría ser la oportunidad de ingreso a una casa de cambio clandestina, a un garito o a un reducto de alterne. Acerando la vista al lugar donde debería haber un picaporte –que no lo hay– puede advertirse una casi invisible leyenda que dice The Stone. Nada más. Apremiado por el tiempo, me acerqué resuelto a la puerta, pero un joven que fumaba afuera me advirtió  que no debía apurarme. "Faltan 20 minutos para el show", lo alerté. "Sí, yo soy el encargado de cobrarle a los que vienen pero aún no vino nadie", respondió. Lo dejé terminar el cigarrillo y le pagué los 20 dólares que me franquearon el paso. Una vez adentro, comprobé que efectivamente sólo había tres personas. Una era el sonidista, otro era Formanek y el tercero el baterista. Se acercaba la hora de inicio y ni siquiera llegaba Angélica Sánchez. Cinco minutos antes del show, se contaban cinco personas en una salita casi con más espacio para el escenario que para las sillas. Finalmente apareció la pianista y minutos después unas 15 o 20 personas, más de la mitad no americanos (italianos, españoles y latinos). El concierto fue hipnótico, con amplio espacio para la improvisación y la revelación del baterista, que por momentos tomaba un rumbo contracíclico respecto del piano para luego empujar él al trío en una dirección, la que él fijaba, con una gran variedad de recursos. Silencio y concentración en el poco público que asistió permitieron poco más de una hora de  música no convencional. Este vertiente de jazz es minoritaria, el jazz de por sí ya lo es en general y nadie se entera de lo que pasa en una esquina pedida del East Village. Si los discos de Angélica Sánchez no se vendieran en sus conciertos sería imposible encontrarlos en Nueva York. Lo mismo con Formanek. De hecho, casi no quedan disquerías. 

Ethan Iverson, con Dayna Stephens
Con esa experiencia a cuestas quise comprobar qué pasaba con un grupo más mainstream. Al día siguiente tocaba el cuarteto de Ethan Iverson, con Dayna Stephens en saxo barítono, David Williams en contrabajo y Eric McPherson en batería. La cita era en Small's, un desangelado y apretado sótano del West Village, a una cuadra del clásico Village Vanguard. Esta vez sí hubo gente. Unas 80 personas colmaron el local. ¿Adoradores del jazz, seguidores de Iverson? De nuevo, extranjeros varios, algunos que están –estamos– de paso, y otros que viven circunstancialmente en Manhattan. "Yo mucho no entiendo de esta música pero te aseguro que aquí siempre hay buenos shows", le explicaba un español a otro, al parecer su invitado. "Vale, pero si no hay sitio sentados nos vamos", replicó éste. En fin. El show no aportó gran cosa. Standards, muy previsibles, aunque con jerarquía individual para algunos solos. Claramente, una música más convocante. Eso sí, de concentración y silencio como en The Stone ni hablar. La barra muy cerca del escenario, con una morocha de fuerte presencia que oficiaba de moza y que pasaba por entre los músicos e inexplicablemente no los perturbaba, además de la obligación para todo el mundo de tener una copa en la mano sin mesas donde apoyar. Una hora diez estricta de show y de nuevo a la calle, al frío neoyorquino y a esperar la próxima parada.

lunes, 21 de marzo de 2016

Últimos días de la víctima: hoy, Jeremy Pelt y su Power Quintet

Guillermo Hernández, con la amabilidad que lo caracteriza, le mandó un telegrama a Fondebrider, que rezaba así: “Che, antes de volver, andá a ver a Jeremy Pelt, que se presenta en el Sunset/Sunside STOP Me llegó disco y quiero promocionarlo STOP Traé de esa cerveza que ya sabés STOP Y queso STOP”.

Fondebrider, que intentaba guardar sin éxito el CD número 181 que se había comprado en su ya muy cargada segunda valija, se costeó hasta el Sunset/Sunside y averiguó que los días sábado 12 y domingo 13 de marzo, se presentaba en doble función el Jeremy Pelt Power Quintet, integrado por Pelt en trompeta, Danny Grisset en piano, Steve Nelson en vibráfono, Peter Washington en contrabajo y Bill Stewart en batería. Así que presto a cumplir esa última misión (anteúltima si se considera la compra de la cerveza y del queso a último momento), desembolsó los 28 euros en cuestión para asistir a la última función del último día.

Para quienes no estén enterados, Jeremy Pelt, (1976) luego de participar en una de las últimas formaciones de la Mingus Big Band, ganó pública notoriedad por su muy enérgica manera de tocar. Hay que decir también que ha sabido construir una carrera como miembro de las bandas de Bobby “Blue” Bland, Ravi Coltrane, Frank Foster, Winard Harper, Jimmy Heath, Vincent Herring, John Hicks, Charli Persip, Ralph Peterson, Lonnie Plaxico, Bobby Short, Cedar Walton, Frank Wess, Nancy Wilson and The Skatalites, entre muchos otros. Por otra parte, la Mingus Big Band lo llevó a la fama, pero antes de ella integró la Roy Hargrove Big Band, The Village Vanguard Orchestra y la Duke Ellington Big Band. También, el Lewis Nash Septet y la Cannonball Adderley Legacy Band. Luego, como líder, Pelt grabó diez álbumes. Todo eso le valió que la Downbeat lo considerara como major trompetista emergente a lo largo de los últimos cinco años.

El Power Quintet que dirige es un auténtico seleccionado de estrellas; algo así como The Cookers, pero una generación más joven. Steve Nelson (1954), por ejemplo, es ya un viejo conocido. Miembro de las bandas de Kenny Barron, Bobby Watson, Mulgrew Miller, David “Fathead” Newman, Johnny Griffin y Jackie McLean, entre otros, ha logrado una enorme proyección internacional, sobre todo por su trabajo con David Holland y por los siete álbumes que lleva editados como líder.

Danny Grissett (1975), por su parte, pianista frecuentemente comparado con Cedar Walton, integró las bandas de Buster Williams, Russell Malone, Wycliff Gordon, Benny Golson, Nicholas Payton y Tom Harell. Tiene, además, cinco discos a su nombre.

Inútil detallar la inmensa discografía de Bill Stewart (1966) quien ha tocado con John Scofield, Peter Bernstein, Pat Metheny, Larry Goldings, Tim Hagans, Bill Carrothers, Marc Copland, David Kikoski, Adam Rogers, Joe Lovano, Seamus Blake y un larguísimo etcétera. Como líder ha registrado cuatro discos en los que tocan, entre otros, Eddie Henderson, David Holland y Kevin Hays, para nombrar sólo a algunos de los músicos que lo acompañaron.

Y si bien Peter Washington (1964) estuvo ausente sin aviso durante las actuaciones francesas, su CV no va a la saga del de sus compañeros. En la ocasión, fue reemplazado por un contrabajista local cuyo nombre Fondebrider no alcanzó a retener, lo cual, claro, le valió una severa reprimenda por parte de Hernández.

Sería demasiado fácil hablar de la competencia del grupo que es, francamente, una aplanadora. Tal vez más interesante sea decir que tocan un repertorio fundamentalmente propio, en el que alternan las composiciones de Pelt y Grissett con algún standard (Monk, sobre todo). Pelt es un trompetista muy competente, un poco exhibicionista a la hora de los sobreagudos y con un concepto de liderazgo un tanto anticuado: presenta los temas contando las circunstancias en que los escribió, elogio las bellezas arquitectónicas y naturales de Europa, sonríe socarrón y habla de sus compañeros nombrándolos “Mr.” antes de mencionar sus apellidos. Pero el grupo funciona y tuvo, al menos en su última actuación parisina, dos polos magnéticos absolutamente fascinantes: Steve Nelson y Billy Stewart. El primero, que interpreta dramáticamente sus solos mientras los canta al unísono sorprende por su brillantez y profundidad; el segundo, como en segundo plano, se asegura con una autoridad que estremece de que el grupo progrese permanentemente y es tan bueno en los tempos rápidos como en las baladas que, por cierto, están entre lo mejor de la producción de Pelt y Grissett como compositores.

En síntesis, la noche del 13 de marzo pasado fue realmente interesante y valió el esfuerzo de último momento. A la salida estaba el nuevo disco del Power Quintet. Costaba inexplicables 20 euros. Una rápida llamada a Hernández sirvió para saber que en Minton’s se vende considerablemente más barato. Vale la pena.


Como siempre, Fondebrider, cumplió con los encargos del siempre modoso Hernández y se perdió en la noche.