lunes, 23 de febrero de 2015

Jonio González escribe en Cuadernos de Jazz sobre tres discos recientes

En el número de febrero de Cuadernos de Jazz, de España, del mes de febrero, Jonio González comenta tres discos recientes de Paula Shocron, Pablo Ledesma y Pepe Angelillo, y Juan Bayón. Reproducimos lo que escribió a continuación.

Tres joyas australes

Surya
Paula Shocron (p), Juan Bayón (b), Bruno Varela (bat)
Buenos Aires, diciembre de 2013
Kuaimusic PS01

Orillas
Pablo Ledesma (sa, ss), Mono Hurtado (b), Pepe Angelillo (p), Martín Misa (bat, perc)
Buenos Aires, mayo de 2014
Cielo Arriba 

Control
Juan Bayón (b), Rodrigo Domínguez (ss), Emmanuel Famin (sa), Juan Torres (st), Pablo Moser (sb), Francisco Cossavella (bat, perc)
Buenos Aires, marzo y diciembre de 2013
Kuaimusic KUAI011




A veces de Argentina llegan buenas noticias, por ejemplo estos tres discos lanzados el año pasado a nombre de algunos de los músicos más destacados de la interesantísima escena jazzística local, que parece gozar de una excelente salud. De Paula Shocron, una de las principales voces pianísticas de ese país, algunos lectores quizá recuerden la reseña de su disco Urbes (véase CdJ núm.105, marzo-abril de 2008), también en formato trío, en la que quien esto escribe señalaba su “toque nervioso que no elude el lirismo”. Después de escuchar unos cuantos discos más de Shocron, en especial los tres de standards que grabara para el lamentablemente desaparecido sello Rivorecords (Our Delight y Serenade in Blue, ambos también con su trío, y See See Ryder, en solitario), diría ahora que en su momento confundí nerviosismo con intensidad. Y es seguramente esa intensidad la que la hace pasar de la observación analítica en el marco de cierto clasicismo ("Angel Eyes") a la especulación experimental (XXI, de su autoría) sin perder nunca su propia, reconocible, voz, que va asentándose, adquiriendo espesor, en el proceso. Obra de exquisita madurez.

No menos exquisito es el libro-CD Orillas, concebido como sendos comentarios musicales a dieciséis imágenes del fotógrafo Argamonte. Dichos comentarios, en realidad improvisaciones libres inspiradas, o más bien incitadas, por las imágenes, acaban por convertirse en un relato más que sobre el límite que marca la orilla, sobre aquello que está más allá de la misma y que es lo que la música, concebida como ámbito de la libertad, busca, explora y encarna. Los protagonistas, y artífices, de ese relato crean espacios de densidades cambiantes (ya sea en dúo, en trío o en cuarteto) que van del free y distintos grados de abstracción a un lirismo grave y un punto desolado, como las fotos a que alude. A destacar, la eficacia de Hurtado y Misa (soberbio su diálogo en el primer tema del álbum) y el íntimo entendimiento, tras una relación que dura ya veinte años y dio un maravilloso homenaje grabado a Mingus y Monk (M&M, Lumenan, 2012), entre Pablo Ledesma, improvisador enérgico y a la vez flemático, y Pepe Angelillo (véase CdJ núm.121, noviembre-diciembre de 2010), un poético explorador de atonalidades y atmósferas, un escultor de aristas y silencios.

Para terminar, el segundo disco de uno de los contrabajistas más solicitados de la escena jazzística argentina, colaborador de pesos pesados de la misma como la mencionada Paula Shocron, Ernesto Jodos, Mariano Loiácono, Francisco Lo Vuolo o Adrián Iaies. La propuesta, un cuarteto pianoless de alto, tenor, contrabajo y batería más el añadido puntual de un barítono y un soprano, que explora, sin renunciar a las tramas armónicas, y valiéndose de yuxtaposiciones e intercambios más que de confrontaciones, los límites quizá menos agrestes de la improvisación libre. Sobre una base rítmica impecable que marca las pautas del discurso y lo impulsa (todos los temas, menos uno, son del propio Bayón), los saxos, en solitario o formando dúos (notables Famin y Torres), tríos o cuartetos, desarrollan urdimbres, dialogan y conquistan, como en el bellísimo "El sueño de René", espacios a menudo mistéricos.

domingo, 22 de febrero de 2015

Fischerman, con Miguel Zenón, en París

Lo de siempre: Guillermo Hernández, insatisfecho con el gusto de la cerveza Stella Artois que se hace en la Argentina, mandó a Diego Fischerman a París para que le  trajera un paquete de seis porroncitos, recomendándole que lo comprara en un Monoprix no lejos de Chatêlet, en el centro de París. Fischerman no pudo con su genio y desoyendo la orden de Hernández, en lugar de volverse de inmediato a Buenos Aires, ya que estaba ahí, decidió entrevistar al saxofonista Miguel Zenón, estrella del firmamento del jazz actual, que justo en esos días tocaba en el Duc des Lombards, lujoso boliche ubicado en la esquina donde esa calle se cruza con el Boulevard de Sebastopol. Nadie sabe en qué invirtió Fischerman sus viáticos, aunque se sospecha.

Parte del panteón de los elegidos

Pertenece al pequeño panteón de los elegidos. Su nombre figura, ya desde hace varios años, en las encuestas de críticos y público de la revista especializada Down Beat. Pero, por supuesto, Miguel Zenón descree de ello. “Es parte del negocio y a mi manager le importa”, dice en un bar de París, en la mañana siguiente a la segunda de las dos actuaciones deslumbrantes que realizó con su cuarteto en el club Duc des Lombards. “El peligro de esas cosas es que alguien se lo tome demasiado en serio. El mundo del jazz es muy chiquito y los músicos sabemos muy bien qué y cuánto tenemos que aprender y cuál es el exacto lugar en el que estamos.”

Nacido en Puerto Rico, radicado en Nueva York y, en efecto, uno de los mejores saxofonistas del jazz actual, Zenón, además, está ligado por varios lados a la Argentina. Grabó, junto al pianista francés Laurent Coq, un disco dedicado a Rayuela y a Julio Cortázar; ha tocado con Aca Seca cuando el trío actuó Nueva York; tiene un proyecto en puerta con Juan Quintero y Luna Monti; ha formado parte del grupo Los Guachos de Guillermo Klein, quien, por otra parte, ha sido el orquestador de los grupos de cuerdas y maderas que aparecen en varios de sus discos. Incluso estuvo en Buenos Aires alguna vez, casi de incógnito, tocando con Liliana Herrero y presentando el disco de Klein sobre el Cuchi Leguizamón. “Nos conocimos cuando yo estaba estudiando en Berklee, en Boston. Conocía a músicos que lo conocían, lo escuchaba, me gustaba mucho lo que hacía. Alguna vez alguno de sus músicos no pudo tocar, le hablaron de mí, lo reemplacé en esa ocasión; y después nos hicimos muy amigos y encaramos una cantidad de proyectos juntos.”

A los 38 años, Zenón valora un cierto corte generacional. “Creo que el jazz está en uno de los mejores momentos de su historia. Hay muchísima creatividad, hay grandes músicos, de generaciones anteriores, como Joe Lovano o Steve Coleman o Chris Potter, si pienso en el saxo, y notables maestros, y también muchísima gente de mi edad que está tocando. Es muy importante esa sensación de comunidad. De tener compañeros en un proceso de aprendizaje y de búsqueda.” También es un hombre de relaciones musicales duraderas. Con el pianista Luis Perdomo, con quien llegó a París, hace quince años que tocan juntos. Y el baterista, Henry Cole, forma parte del cuarteto desde hace una década. La única excepción, esta vez, fue el contrabajista, Jorge Roeder, que para esta gira –el cuarteto viene de Amsterdam y sigue viaje para Nantes– reemplazó a otro viejo compañero de ruta, Hans Glawischnig.

“Admiro a Aca Seca, me encanta lo que hacen, y la posibilidad de hacer algo juntos con Juan Quintero y Luna Monti surgió sola. Aún no sabemos lo que haremos, pero sabemos que lo haremos”, cuenta. Sus primeros cinco discos, entre ellos los premiados Esta plena y Alma adentro, donde toma como objeto principal de estudio la plena y el bolero puertorriqueño, fueron editados por Marsalis Music, el sello que creó y administra Branford Marsalis. Rayuela fue publicado por Sunnyside. Y es una producción independiente su reciente Identities Are Changeable, donde incorpora como parte de la banda sonora testimonios de inmigrantes puertorriqueños, recogidos por él mismo, acerca de lo que significa la identidad para los nativos de la isla que viven en Estados Unidos. “No debo rendirle cuentas a nadie, lo vendo en los shows y directamente por Internet, y recupero el dinero, lo que me permite hacer otros discos. Es mucho mejor”, afirma. La aseveración de Zenón no resulta extraña, si se piensa que la FNAC, el otrora rutilante emporio francés de la venta de discos, en su gigantesca sede de Montparnasse, ha mudado los CD, en un literal y nada metafórico descenso, del primer piso al primer subsuelo.

Para este saxofonista alto de notable técnica y apabullante creatividad la cuestión de las raíces musicales no es jamás una cuestión pintoresquista. “Es cierto que la música caribeña, y lo que se bailaba y se pasaba por la radio cuando era chico, es una parte de uno. Es, casi, algo en lo que no se piensa. Pero mi origen musical, en realidad, fue la música clásica. Era lo que estudiaba. Incluso, al jazz lo descubrí tarde, por amigos. Allí fue que me puse a escuchar y a estudiar como loco y, curiosamente, también fue con ese descubrimiento que decidí, o mejor dicho pensé por primera vez, que podría dedicarme a la música. Puerto Rico es muy pequeño en cuanto a su posibilidad de estudiar y hacer jazz, así que me fui a estudiar a Estados Unidos. El trabajo con géneros folklóricos de mi país fue natural. En parte porque siento que cada género es muy profundo, que no se trata de calcar un ritmito por aquí e imitar una melodía por allí, sino que hay que internarse realmente en algo para comprenderlo. Y en parte porque la investigación y el estudio me llevaron a entender que hay muchos más elementos en común entre músicas muy diversas que lo que suponía previamente. El jazz es una música de origen afroamericano y estadounidense, y eso hay que reconocerlo, por supuesto. Pero hoy no es más una música norteamericana. O sólo norteamericana. Es un lenguaje con el que muchos, en muchas partes del mundo, sentimos que es posible una expresión propia e individual. Y, de hecho, hay tantas formas del jazz como músicos creativos puedan estar tocándolo, en cualquier parte del mundo.”


domingo, 15 de febrero de 2015

Angelillo, Ledesma, Hurtado, Misa y Argamonte, para ver y escuchar

Diego Fischerman comenta en Página 12, del 6 de febrero pasado, Orillas, el último libro/disco del pianista Pepe Angelillo y el saxofonista Pablo Ledesma, con el Mono Hurtado en contrabajo y Martín Misa en percusión, y diseño y fotografía de Argamonte.

Cuando el paisaje convoca sonidos

“La noche que ande Argamonte/ tiene que ser noche negra/ por si lo vienen siguiendo/ y le brillan las espuelas...”, escribió Manuel Castilla. El personaje, un gaucho que huye y es a la vez guía de otro que también escapa, está tomado de una novela de Federico Gauffin titulada En tierras de Magú-Pelá y publicada en 1932. El Cuchi Leguizamón le puso música, en la “Zamba de Argamonte”. El nombre de aquel gaucho es la firma, hoy, de Keko Ferro, un diseñador y fotógrafo notable, radicado en Salta. Y Argamonte es quien rubrica, junto al pianista Pepe Angelillo, el saxofonista Pablo Ledesma, el Mono Hurtado en contrabajo y el percusionista Martín Misa, Orillas, una de las ediciones más originales, trascendentes y, por añadidura, bellas producidas en la Argentina en los últimos tiempos.

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“Puede entenderse como un libro de fotografías o como un disco, o también como ambas cosas, estableciendo una relación entre lo que se ve y lo que se oye”, dice Angelillo a Página/12. “El origen –cuenta Ledesma– fue un viaje, hace mucho tiempo, que hicimos con Argamonte. El sacaba fotos y yo las encontraba inmensamente inspiradoras. Eran fotografías de orillas, de paisajes desolados: tierra o piedras junto al agua. Nada más. Había allí un territorio que convocaba sonidos.” Angelillo y Ledesma tocan habitualmente en dúo, con Hurtado lo hacen en trío desde hace años y Misa, que actualmente vive en Salta, donde toca en la Orquesta Sinfónica y con quien también han participado conjuntamente en numerosos proyectos, aparecía como socio natural. Hurtado habla del conocimiento que cada uno tiene del otro. De que nadie espera otra cosa que lo que cada uno es pero, al mismo tiempo, sabe todo lo que puede dar como música. El, Ledesma y Angelillo coinciden en una palabra: “Confianza”. Y es que lo de ellos es tocar sin red. “El sonido en sí mismo”, define Ledesma.

Existe una clase de jazz, crecida a la vera de los movimientos por la lucha de los derechos civiles de los afroamericanos, que lleva la libertad inscripta en su nombre. Free Jazz se llamó aquel disco legendario en que los cuartetos de Ornette Coleman y de Eric Dolphy improvisaban simultáneamente y sin planteos previos. “La improvisación libre o, en todo caso, la libertad de la música, a secas, hoy pasa por poder liberarse también de ese rótulo”, dice Angelillo. “Si el estilo es una cárcel, no sirve”, agrega Hurtado. “Nosotros nos manejamos sin ceñirnos a una tonalidad, por ejemplo, pero tampoco le tememos a una consonancia. Si sucede, si lo que estamos haciendo lo pide, entonces está bien.” Y Ledesma remarca que “no hay casillas”. “Todos nosotros hemos transitado por diferentes músicas. De tradición popular y de tradición académica. Yo he tocado años en la Orquesta del Argentino de La Plata, por ejemplo. No hay un intento de estar aquí o allá. Todo lo que aprendimos, todo lo que escuchamos, aparece en algún momento en lo que tocamos.”

Los paisajes de Argamonte, muchas veces inquietantes, siempre muestran, de alguna manera, aquello que no está. Sus silencios, podría decirse. Hay allí un correlato perfecto de la música. Si bien aparecen texturas de gran densidad, predomina la trasparencia. Como en las imágenes, los sonidos generan un espacio propio a su alrededor. En unas y otros se percibe el aire. “Son relaciones no evidentes, no fijadas de antemano”, dice Ledesma. “Las establece, en realidad, quien escucha y mira al mismo tiempo.” Argamonte es considerado por ellos, con justicia, como el quinto integrante del grupo. El ya había estado presente como diseñador en uno de los primeros álbumes de Ledesma y Angelillo (Vivo en La Plata, de 1998, en cuarteto con Ezequiel Dutil y Martín Lambert). El libro/disco Orillas, que fue presentado en la ciudad de Salta, aborda, con placer por el riesgo estético pero también con una base de gran solidez, una búsqueda poco frecuente en la música artística de tradición popular. “La música como juego”, dirá alguno de ellos a lo largo de la charla. “El valor de lo sonoro como objeto en sí”, redondeará otro. De lo que se trata, al fin y al cabo, es del viejo truco de reconocer la libertad como un valor inseparable de la creación.

viernes, 13 de febrero de 2015

Discos del 2014: opina Jonio González

Este año el blog de Minton’s no se ha perdido en el vértigo de las encuestas. Sin embargo, como para que nadie las extrañe, aquí van las preferencias de Jonio González, publicadas en Cuadernos de Jazz del mes de enero. Él sabrá.

Repaso de un año: Siempre nos quedará el jazz
  
Un año más esperando al mesías, al nuevo Monk, al nuevo Parker, al nuevo Coltrane (al nuevo Ellington hace mucho que no se lo espera), aun sabiendo que no llegará. Por eso tal vez nos disponemos a escuchar los discos que compramos, recibimos, nos regalan, como si fuéramos a encontrar en él la obra a partir de la cual todo será distinto. Nada de eso ocurre, por supuesto. En el mejor de los casos hallamos belleza, y nos conformamos, cómo no íbamos a hacerlo.
   
DISCOS

The Art of Conversation: Kenny Barron & Dave Holland (Impulse!)

Count Basie Original Album Series: Count Basie (Warner Jazz)

Stories: Enrico Pieranunzi Trio (CamJazz)

Riverside:  Dave Douglas, Chet Doxas, Steve Swallow & Jim Doxas (Greenleaf Music)

Reeds Ramble: Seamus Blake & Chris Cheek (Criss Cross)
 




Como todos los años, y se me perdonará el tópico, resulta por demás difícil elegir sólo cinco discos. Me temo, no obstante, que lo mismo ocurriría si fuesen treinta, lo que nos hace abrigar seguramente absurdas esperanzas en que la situación no es tan mala como parece. Para empezar, ha habido que descartar, y antes de los seleccionados han quedado por el camino discos tan interesantes como Birdies for Lulu , de Sylvie Courvoisier y Mark Feldman, con el últimamente muy activo Scott Colley y Billy Mintz, y un inteligente equilibrio en los contrastes: una suerte de free impregnado de impresionismo. Lo siguió Floating (Palmetto), el último registro de Fred Hersch, a poco de ingresar en el olimpo de los grandes pianistas de jazz de todos los tiempos, y su trío. Y a éste Sixteen Sunsets (Pure Audio), de la cada vez más asentada Jane Ira Bloom, el simple, delicado y esencial With Love(Origin), de la gran Jessica Williams, y The Imagined Savior Is Far Easier to Paint (Blue Note), del siempre interesante Ambrose Akinmusire. Todo ello por no hablar de las reediciones, donde ha habido que descartar, entre muchos otros, el Speak No Evil (Blue Note) de Wayne Shorter, The Complete Jazz Messengers at The Café Bohemia (Phoenix),The Complete Jam Sessions (American Jazz Classics), de Gene Ammons & Art Farmer, o The Complete 1956-1960 Studio Recordings (Fresh Sound), de Lars Gullin. 

Tras esta criba cruel, lo que ha quedado es el encuentro de dos históricos, Kenny Barron y Dave Holland, que parecen conocerse desde siempre y han concebido un disco con vocación de clásico, pleno de homenajes y diálogos inteligentes que, atentos a las partes y al todo, dan como fruto una tercera, e inolvidable, voz conjunta. Tras ellos, un cofre cuyo contenido nos exime de cualquier comentario (Atomic Mr. Basie; One More Time; Count Basie Swings, Tony Bennett Sings; Chairman of the Board y Basie at Birdland), la quintaesencia del Conde en uno de sus mejores períodos, si no el mejor.  A continuación, Enrico Pieranunzi y su trío con Scott Colley y Antonio Sánchez: angularidad voluntariamente irregular, ecos de un pianismo clásico, inesperados cambios de ritmo; en suma, nervio y poesía. Luego, el penúltimo experimento grabado de Dave Douglas, esta vez en compañía de los hermanos Chet y Jim Doxas y Steve Swallow: vehemencia neorlandesa impregnada de blues y profundidad en un sentido homenaje a Jimmy Giuffre. Y para terminar, la comprensión simbiótica de Seamus Blake y Chris Cheek en un disco pleno de incitaciones mutuas, llamadas y respuestas, comentarios mutuos y cierta abstracción elegíaca.

APARICIONES EN ESCENA

Stoddard Place: Allegretti, Friedlander, Malaby (CdBaby.com)

Fair is Foul and Foul is Fair: Costanza Alegiani (Doppia i)







Los vastos y fértiles prados del jazz no dejan de dar frutos, a veces aún cercanos a lo que algunos todavía entendemos por esta música; otras, evoluciones que la toman como referencia, inspiración, ingrediente o incluso señuelo. Damián Allegretti se encuentra sin duda entre los primeros. Con la inestimable compañía de dos pesos pesados como Tony Malaby y Eric Friedlander, ha concebido una ópera prima de una rara madurez, original y certera a la hora de combinar atmósferas y tempos, complementarios a veces, abiertamente contrapuestos otras. Un gran disco. Tanto como promisorio lo es el de la italiana Costanza Alegiani. Si el año pasado su compatriota Maria Pia De Vito nos sorprendió con Il Pergolese (ECM), una interesantísima relectura del compositor barroco, y hace ya una década Jenny Evans se atrevía en Nuages (Enja) con John Dowland y Henry Purcell, Alegiani, con una voz más nórdica que mediterránea, incluso cuando canta en italiano, y secundada por unos excelentes músicos (entre los que destaca el belga Thijs Troch al piano), se inspira en Macbeth y el Otello de Verdi para internarse, con acertadísimos recursos, audaces y jazzísticos (o audaces por jazzísticos), en senderos plenos de luces, sombras y misterio.   

ACONTECIMIENTO DEL AÑO

Roadshows vol. 3: Sonny Rollins (DOXI/OKEH)

Magic 201: Frank Wess (IPO Recordings) 






Ni conciertos, ni sellos, ni muertes, ni integrales, sencillamente dos discos de otros tantos gigantes de nuestra música preferida. Por un lado, Rollins, que en 2015 cumplirá ochenta y cinco años de edad y más de sesenta y cinco en los escenarios, presenta el tercer volumen de la serie que recoge diversas actuaciones por todo el mundo (de Saitama, en Japón, a Marciac, en Francia) entre 2001 y 2012. Acompañado, entre otros, por Stephen Scott, Clifton Anderson, Victor Lewis, Peter Berstein y Bob Cranshaw, interpreta clásicos de su autoría como Don't Stop the Carnival o Private Lives, o standards como Why Was I Born, y lo hace con su sonoridad punzante, dura, irónica a veces, puesta al servicio de un músico que aún se sigue brindando como pocos. En cuanto a Wess, si en 2013 (año de su fallecimiento) nos dio con Magic 101 (IPO) uno de los mejores discos del año (al menos para quien esto escribe), con Magic 201 (grabado tres meses después de aquél con la compañía de Kenny Barron, Russell Malone, Rufus Reid y Winard Harper) nos ofrece otra muestra (una más) de su sensibilidad, refinamiento y sapiencia, así como de su exquisito tratamiento del espacio y el tempo. Dos gigantes de sensibilidades puede que distintas (no opuestas), que supieron hacer del azul de su cielo el azul del nuestro.   


© Cuadernos de Jazz

miércoles, 7 de enero de 2015

Una nota para pensar y discutir, cortesía de Jonio González

En uno de los últimos números de Cuadernos de Jazz, Jonio González se ha referido al “arte” de los directores de sellos discográficos y productores. Lejos de agotar el tema, sus reflexiones permiten considerar la dimensión que unos y otros tienen, así como hasta dónde llega su impronta.  

De sonidos y encuentros

Cuando el 23 de diciembre de 1938 Alfred Lion escucha a Meade Lux Lewis y a Albert Ammons en el Carnegie Hall en el marco del concierto Spirituals to Swing, decide que el arte de aquellos dos hombres merece ser inmortalizado, y que será él quien lo haga. Para ello toma una segunda decisión: fundar Blue Note y registrar, el 6 de enero de 1939 y en un solo día, ocho solos de Lewis, nueve de Ammons y un par de dúos.

Ambas decisiones resultaron trascendentales, sin duda, porque supusieron la aparición de uno de los sellos discográficos más importantes de la historia del jazz, si no el más importante. No obstante, Lion tomó también una tercera decisión, que justifica más que las dos anteriores la última afirmación: dar a los músicos toda la libertad posible para que se expresaran.
Alfred Lion y Hank Mobley

Esa libertad, sin embargo, debía ceñirse al gusto del propio Lion: tal la condición para que éste aportase el dinero necesario para llevar al vinilo aquello que el músico quisiera expresar. Y no busquemos en ello veleidades o tiranías por parte del exiliado productor berlinés: el dueño de un sello graba, en primer lugar, aquello que le gusta, en el sentido más amplio de la palabra, el cual puede incluir de razones puramente estéticas a comerciales. Y es en ese producir lo que le resulta atractivo donde el productor encuentra, al modo de Duke Ellington con sus músicos, una manera de expresarse a sí mismo: su catálogo será su obra. Pero ¿hubo otros condicionamientos por parte de Lion, cuya máxima aspiración era proteger la libertad de sus pupilos? Seguramente, como debió de haberlos por parte de Ike Quebec o, más tarde, Duke Pearson en su condición de directores musicales, o incluso, a partir de octubre de 1953, por la llegada de Rudy Van Gelder como ingeniero de grabación y con él el emblemático sonido Blue Note, hecho de técnica (incluida la estratégica ubicación de instrumentos y micrófonos), sensibilidad, contundencia, calidez y una rara ensambladura entre los instrumentos que parecía definida por el romo espacio sonoro que los separaba. Sin embargo, ninguno de los muchos músicos que pasaron por sus estudios (o por el salón de la casa de Van Gelder) dejaron de sonar como ellos mismos, si acaso más maduros (como Wayne Shorter o Miles Davis, por poner dos ejemplos), pero siempre identificables, de Bud Powell a Andrew Hill pasando por John Coltrane, Kenny Burrell, Sonny Rollins, Horace Silver, Eric Dolphy o un larguísimo etcétera.

John Coltrane y Bob Thiele
A lo largo de la historia del jazz ha habido otros Alfred Lion, productores y dueños de pequeños sellos discográficos dispuestos a ponerse al servicio del artista pero que no han podido evitar aportar su toque particular, su marca de la casa, su sonido propio, reconocible. Algunos, como Bob Thiele en Impulse!, potenciaron lo que tenían entre manos (en su caso nada menos que John Coltrane) y evolucionaron en paralelo, uniendo a lo que acabó por convertirse en algo muy parecido a un proyecto que superaba lo discográfico, voces coincidentes (Dolphy, Shepp, Ayler) al tiempo que hacía compartir atmósferas, y con ellas un sonido si se quiere menos profundo, más duro que el de Blue Note (incluso en los numerosos casos en que el ingeniero de sonido era también Van Gelder), a clásicos como Ellington o Hawkins. Otros, como Nils Winther, parecen limitarse a sostener, con la mayor luminosidad posible, el silencio en que emerge la música de sus artistas, dejando que sean estos quienes lodefinan. Los hay, por fin, que como Creed Taylor, mucho más en CTI, donde tenía libertad absoluta, que en Verve o Impulse!, donde sólo pasó un año (que no obstante le alcanzó para producir The Blues and the Abstract Truth), crean un sonido propio llegando a algo así como pactos sonoros con los músicos. Es indudable que creadores como Milt Jackson, Freddie Hubbard o Jack DeJohnette se sumaban a los planes de Taylor, pero también lo es que cada uno de ellos, sin dejar de adaptarse al contexto, conservó (en discos como Sunflower, Straight Life, Red Clay y tantos otros que marcaron una época) su sonido propio, su personalidad, su impronta artística. (Queda para otra ocasión un homenaje a héroes más o menos románticos como los citados y Bill Graner, Norman Granz, Orrin Keepnews, Lester Koening, Dick Bock, etc).

Keith Jarrett y Manfred Eicher
Existen casos, sin embargo, en que el productor o propietario de un sello no da forma a un catálogo como si de su obra se tratara, sino que concibe ese catálogo como la suma de obras de las que ha sido mentor, gestor y en buena medida ejecutor. Manfred Eicher es uno de ellos. Antiguo estudiante de la Academia de Música de Berlín y asistente de grabación de Deutsche Grammophon, descubridor del jazz gracias a Bill Evans, ha creado uno de los sellos más prestigiosos ateniéndose, según declaraciones a Stuart Nicholson, de JazzTimes, a una premisa: “Buscar una aproximación poética a la música.” Esta aproximación supone la creación de “esculturas sonoras”, para emplear palabras del propio Eicher, a fuerza de, seguimos citando, reflexión, contemplación, lucidez, transparencia y control. Y, en efecto, es en estas cinco columnas sobre las que se sostiene el sonido ECM. Un sonido que encontró su mejor representante en Keith Jarrett y su propio tópico, cuando no caricatura, en el noruego Jan Garbarek, para quien, por sonrojante que suene, la música procedente de los países nórdicos debe alejarse del jazz americano reflejando la “quietud y tranquilidad” que rodea a sus creadores, imaginamos que sin excepción.

Giovanni Guidi

A lo largo de los años, Eicher ha producido los mejores discos, o algunos de ellos, de músicos como el citado Jarrett, Dave Holland, el Art Ensemble of Chicago, Enrico Rava o Gianluigi Trovesi, y lo ha hecho impregnándose de su estética, comprendiendo ésta en profundidad así como el momento creativo por el que pasaba el propio artista. En otros casos, como los de Mark Turner, Dino Saluzzi o Anouar Brahem, ha sabido dar con el clima acorde para potenciar todo su arte y, en el caso de los dos últimos al menos, definir una sonoridad y unas atmósferas que han resultado ser síntesis y revelación. Pero también ha habido de lo otro, de ese control que más que invitar a la contemplación y la serenidad conmina a ellas; de esa obsesión por lo camerístico y lo (adocenadamente) íntimo; de la abundancia en el estudio de grabación de frases del tipo: “¿Estás seguro de que esto es lo que quieres hacer?”. Así, en los últimos años hemos visto que músicos prometedores o ya establecidos como Giovanni Guidi, Aaron Parks o Colin Vallon han abandonado, en parte o totalmente, su voz para convertirse en una suerte de sinsontes. (No mencionamos a otros como Charles Lloyd, Ralph Towner, Marcin Wasilewsky o Tord Gustavsen, por lo demás excelentes músicos, porque siempre parecieron estar en la órbita estética de ECM, que los sumó a su staff de forma tan natural como lógica). Veamos el ejemplo de Guidi. En discos como Tomorrow Never Knows (Venus Records, 2008) o We Don't Live Here Anymore (CamJazz, 2011, uno de los más interesantes de dicho año) demostraba serenidad, concentración y atención al detalle, pero también fogosidad, dominio del swing, ironía. Sin embargo, en su último trabajo, City of Broken Dreams (ECM, 2013), se dedica, casi exclusivamente, a desarrollar los primeros aspectos citados, haciendo hincapié, nos recuerda la propia discográfica, en un “implacable refinamiento”, añadimos que con referencias más que previsibles al pianismo clásico y la música de cámara. El pianista de Foligno, pues, ha dejado por el camino una parte muy importante de su personalidad, colorido, vigor y luz.

Steffano Bataglia
Otro tanto, y quizá de forma más dramática, si se quiere, ha ocurrido con pianistas como Stefano Battaglia y Aaron Parks. En su etapa Splasc(h), Battaglia demostró ser dueño de un universo, si no particularmente personal, sí sólido y teñido de blues, aunque con cierta tendencia a las digresiones. Tal vez por esto último, tal vez porque en el primer volumen de los dos que dedicó a las composiciones de Evans (Bill Evans Compositions, Splasc(h), 1992) tenía una versión de Loose Bloose que remitía directamente a Jarrett, fue fichar por ECM, olvidarse del blues (algo preceptivo cuando del sello de Eicher se trata) y adoptar un lenguaje cercano a la ventriloquia, como puede comprobarse en RE: Pasolini (ECM, 2007) o, especialmente, Raccolto (ECM, 2005) y Songways (ECM, 2013). En cuanto a Parks, todo lo que nos hizo abrigar esperanzas en su debut como líder (Invisible Cinema,Blue Note, 2008), incluidos el entusiasmo, vivacidad, sentido del ritmo y gusto por la paradoja, acabó convertido en Arborescence (ECM, 2013) en un lenguaje tan bello como frío, tan elegíaco como previsible, tan camerísticamente dramático como anónimo. ¿Y qué decir de Collin Vallon o aun Chris Potter? Algo parecido a lo que hemos dicho de Giovanni Guidi. De las dos caras que Vallon había mostrado en discos como Les Ombres (Unit Records, 2004), la reflexiva y hasta renuente de temas comoAll Alone o el imaginativo neobop de La Condition Humaine, en Rruga y Le Vent(ECM, 2011 y 2014 respectivamente) encontramos sobre todo, y casi exclusivamente, lo primero, exacerbado a fuerza de lentitud, con lo que una de las dimensiones más interesantes del pianista suizo nos es hurtada. Algo parecido ocurre con Chris Potter, que en 2013 nos entregó el por lo demás estupendo The Sirens, pero no sin dejar fuera del estudio de grabación todas las aristas, el mayor número de vínculos posible con cualquier causticidad, los mismos que también forman parte esencial de su lenguaje.

Manfred Eicher

Podríamos extendernos y sumar ejemplos, de Paul Bley a Wolfgang Muthspiel pasando por Chick Corea o Pat Metheny, pero la cuestión seguirá sin resolverse. Algunas cosas parecen quedar claras, no obstante. Eicher, ambiguamente apasionado, ha creado un sello musical de referencia que ha acogido a algunos de los más importantes músicos de los últimos años, incluidos algunos de jazz. Más aun, este género siempre ha parecido tener mucha más presencia en su catálogo de lo que la realidad demuestra, como si se hubiera valido de ciertas premisas a priori adjudicables al mismo para prestigiar, promocionar o definir en parte una música que combinaba elementos diversos, del folk nórdico y el etnicismo menos agresivo al impresionismo, del minimalismo a la música de cámara, de la improvisación moderada al melodismo romántico, etc., todo ello definido por adjetivos como íntimo, reconcentrado, transparente, lúcido, lento, meditativo, sentimental, medido, gestual, atmosférico, etc. Y fueron esos elementos, esos colores, si se quiere, con los que Eicher construyó el sonido de su sello, y lo expresó, en una suerte de existencia artística vicaria, a través de músicos que coincidieron con sus preceptos o, sencillamente, se plegaron a los mismos por razones que podían ir del convencimiento a la conveniencia. Desde luego, quien esto escribe no es quién para quitarle el mínimo mérito a Manfred Eicher, merecedor de todos los elogios que se le brinden, pero sí resulta interesante constatar el modo en que una voz puede expresarse, silenciosamente, a través de otras voces, y la forma en que estas pueden cambiar su entonación, su color y, quizá, su razón de ser.